domingo, 29 de mayo de 2011

La Segunda Vida de Bree Tanner: Parte 3


Parte 3

Me quedé mirándole, a la espera de su sonrisa, por­que aquello era una broma. Ni rastro de ella.
-Riley dijo... -arranqué yo, y entonces mi voz se fue apagando.
-Sí, ya sé lo que dijo Riley -admitió-. Puede que Ri­ley no sepa tanto como él dice.
-Pero ¿y Shelly y Steve? ¿Doug y Adam? ¿Aquel chi­co pelirrojo? Todos ellos. Ya no están porque no regre­saron a tiempo. Riley vio las cenizas. -Las cejas de Die­go se juntaron en un gesto de tristeza-. Todo el mundo sabe que los vampiros de antaño tenían que permane­cer en ataúdes durante el día -proseguí- para proteger­se del sol. Eso es saber común, Diego.
-Tienes razón. Todos los relatos recogen eso, sin duda.
-Y de todas formas, ¿qué ganaría Riley encerrándo­nos en un sótano donde no llegase la luz, un gran ataúd colectivo, durante todo el día?
En español en el original (tv del t)

 Lo que hacemos es de­moler la casa, y él tiene que ocuparse de las peleas, es un caos constante. No me puedes estar diciendo que Ri­ley disfruta con ello.
Algo de lo que dije le sorprendió. Se quedó sentado con la boca abierta durante un segundo; entonces la cerró.
-¿Qué?

-Saber común -repitió él-. ¿Qué hacen los vampi­ros metidos en ataúdes todo el día?
-Mmm... Ya, claro, se supone que dormir, ¿no? Aun­que yo me imagino que lo más probable es que se que­den ahí tumbados y aburridos, porque nosotros no... Vale, entonces esa parte es incorrecta.
-Exacto. En los relatos no están simplemente dor­midos, están totalmente inconscientes. No se pueden despertar. Un humano puede llegar tan campante y cla­varles una estaca, sin problema ninguno. Y ésa es otra: las estacas. ¿De verdad crees que alguien puede atrave­sarte  con un trozo de madera?
Me encogí de hombros.
-La verdad es que no he pensado en ello. Es decir, supongo que no con un trozo normal de madera, obvia­mente. Puede que la madera afilada tenga algún tipo de... yo qué sé. Propiedades mágicas o algo así.
Diego resopló.
-Por favor.
-Vale, no lo sé. De todas formas, yo no me quedaría ahí quieta  mientras un humano viene corriendo hacia mí con un palo de escoba afilado.
Diego -todavía con una especie de gesto de asco en el rostro, como si la magia fuera realmente algo tan le­jano siendo un vampiro- se puso de rodillas y empezó a rascar con los dedos la piedra caliza que había sobre él. Se le llenó el pelo de fragmentos minúsculos de piedra, pero él no se inmutó.
-¿Qué haces?
-Experimentar.
Escarbó con ambas manos hasta que pudo ponerse en pie, y siguió adelante.
-Diego, sal a la superficie y explota. Para ya.
-No estoy intentando... Ah, allá vamos.
Se produjo un fuerte crujido, y otro más a continua­ción, pero no hubo nada de luz. Se volvió a agachar, has­ta donde yo pudiera verle la cara, con el trozo de la raíz de un árbol en la mano blanca, muerta y seca bajo los te­rrones de arena. El extremo por donde la había partido formaba una punta afilada y desigual. Me la tiró.
-Clávamela.
Se la tiré de vuelta.
-Olvídalo.
-Lo digo en serio. Sabes que no puede hacerme nin­gún daño.
Volvió a lanzarme la raíz, describiendo un arco. En lugar de atraparla, le di un golpe para devolverla.
La agarró al vuelo y masculló:
-¡Cómo puedes ser tan... supersticiosa!
-Soy un vampiro. Si eso no demuestra que la gente supersticiosa tiene razón, entonces no sé yo qué lo de­mostrará.
-Muy bien, yo lo haré.
Sostuvo la raíz apartada de sí en un gesto dramático, el brazo extendido, como si se tratase de una espada y estuviese a punto de atravesarse.
-Venga ya -le dije inquieta-. Esto es estúpido.
-Ahí voy yo. A que no hay nada en juego.
Destrozó la raíz contra su pecho justo en el lugar donde antes le latía el corazón, con la fuerza suficiente como para atravesar un bloque de granito. Me quedé helada de pánico hasta que se rió.
-Tendrías que verte la cara, Bree.
Jugueteó con las astillas de madera rota entre los de­dos. La raíz destrozada cayó al suelo en añicos. Diego se sacudió la camisa, aunque ya estaba demasiado sucia de tanto nadar y excavar para que el esfuerzo le sirviese de algo. Ambos tendríamos que robar más ropa en la próxima oportunidad que se nos presentase.
-Quizá sea diferente cuando lo hace un humano.
-¿Lo dices por lo mágica que tú te sentías cuando eras humana?
-No lo sé, Diego -dije con exasperación-. Yo no me inventé todas esas historias.
Asintió, ahora más serio de repente.
-¿Y si las historias son exactamente eso? Un invento.
Suspiré.
-¿Y eso qué cambiaría?
-No estoy seguro, pero si vamos a analizar con dete­nimiento por qué estamos aquí, por qué Riley nos llevó hasta ella, por qué sigue haciendo más de nosotros, en­tonces tenemos que ser capaces de comprender tanto como nos sea posible -concluyó, y arrugó la frente, de­saparecido ya de su semblante todo rastro de risa alguna.
Yo sólo pude mirarlo fijamente. No tenía respuestas.
La expresión de sus facciones se suavizó un poco.
-Esto es de una gran ayuda, ¿sabes? Hablar de ello me ayuda a concentrarme.
-A mí también -le dije-. No sé por qué no había pen­sado jamás en esto. Parece tan obvio. Pero si nos ponemos juntos en ello... no sé. Me mantiene más encarrilada.
-Exacto. -Diego me sonrió-. Me alegro mucho de que salieses esta noche.
-No te pongas pasteloso conmigo ahora.
-¿Qué? ¿No quieres que seamos -abrió desmesura­damente los ojos y el tono de su voz se volvió una octava más agudo- IAEs? -y se partió de risa tras aquella expre­sión tan torpe.
Puse los ojos en blanco sin estar completamente se­gura de si se estaba riendo de lo que había dicho o de mí.
-Venga, Bree, por favor, sé mi íntima amiga para la eternidad.
Seguía de broma, pero su amplia sonrisa era natural y... optimista. Me ofreció la mano extendida.
Esta vez fui de verdad a chocarle los cinco y, has­ta que me cogió la mano y la sostuvo, no me percaté de que él había pretendido algo distinto.
Resultaba sorprendentemente extraño tocar a otra persona después de toda una vida -porque los últimos tres meses eran toda mi vida- de evitar todo tipo de con­tacto. Igual que tocar una línea de alta tensión caída, entre chispas, sólo para descubrir que la sensación era agradable.
Pude sentir que la sonrisa en mi cara estaba un poco torcida.
-Cuenta conmigo.
-Excelente. Nuestro propio club privado. -Muy exclusivo -coincidí.
El aún tenía mi mano. No la movía como en un apretón, pero tampoco la sujetaba exactamente. -Necesitamos un saludo secreto. -Eso lo dejo a tu elección.
-Por lo tanto, el club súper secreto de los íntimos amigos es llamado al orden, todos presentes, el saludo secreto habrá de ser ideado en una fecha posterior -di­jo-. Primer orden del día: Riley. ¿Ignorante? ¿Mal infor­mado? ¿O mentiroso?
Sus ojos se hallaban fijos sobre los míos conforme hablaba, abiertos de par en par y sinceros. No hubo nin­gún cambio en el momento en que pronunció el nom­bre de Riley. En aquel instante estuve segura de que no había fundamento en las historias sobre Diego y Riley. Tan sólo era que Diego llevaba más tiempo allí que el resto, nada más. Podía confiar en él.
-Añádase esto a la lista -le dije-. Planes. En lo refe­rente a ¿cuáles son los suyos?
-Has dado en el blanco. Eso es exactamente lo que hemos de averiguar. Pero antes, otro experimento.
-Esa palabra me pone nerviosa.
-La confianza es un componente esencial de la parafernalia del club secreto.
Se puso en pie ocupando el espacio extra en el te­cho que él mismo había abierto, y se puso a excavar de nuevo. En un instante sus pies se tambaleaban en el aire mientras se sujetaba con una mano y escarbaba con la otra.
-Más te vale estar buscando ajos -le advertí, y retro­cedí en dirección al túnel que conducía al mar.
-Las historias no son ciertas, Bree -me dijo a voces.
Continuó ascendiendo dentro del agujero que ha­cía, y seguía lloviendo tierra. A ese ritmo iba a rellenar todo su escondite, o a inundarlo de luz, lo cual lo con­vertiría en algo más inútil aún.
Me deslicé casi entera en el interior del conducto de escape, apenas asomaba las yemas de los dedos y los ojos por encima del borde. El agua me llegaba sólo hasta la cadera. Me bastaría con una mínima fracción de segun­do para desaparecer en la oscuridad que había debajo de mí, y podía pasar un día sin respirar.
Nunca había sido una entusiasta del fuego. El moti­vo de ello podía hallarse en algún recuerdo enterrado de mi infancia, o quizá se trataba de algo más reciente. Ya había tenido fuego de sobra con mi conversión en vampiro.
Diego tenía que estar ya cerca de la superficie. Una vez más, tuve que combatir la idea de perder a mi nue­vo y único amigo.
-Diego, para ya, por favor -susurré, consciente de que lo más probable era que él se riese, en el convenci­miento de que no me escucharía.
-Confía, Bree.
Aguardé, inmóvil.
-Casi... -masculló él-. Muy bien.
Me tensé a la espera de la luz, o de una chispa, o de la explosión, pero Diego se dejó caer mientras conti­nuaba oscuro. En la mano llevaba una raíz más larga, un palo grueso y retorcido casi tan alto como yo. Me de­dicó una mirada en plan «ya te lo he dicho».
-No soy un completo insensato -me dijo. Señaló la raíz con la mano que tenía libre-. ¿Lo ves? Precauciones.
Dicho aquello, metió la raíz en el agujero que había hecho y la clavó en la parte alta. Se produjo una avalan­cha final de grava y arena al tiempo que Diego retroce­día de rodillas para apartarse. Y entonces un haz de luz brillante -un rayo del grosor del brazo de Diego- perfo­ró la oscuridad de la cueva. La luz formaba una colum­na desde el techo hasta el suelo, que resplandecía al atravesarla el polvo a la deriva. Yo estaba petrificada, asi­da al borde, lista para hundirme.
Diego no salió despedido ni se puso a gritar de do­lor. No había ningún olor a humo. La cueva estaba cien veces más iluminada que antes pero a él no parecía afec­tarle, así que quizá fuera verdad su historia sobre la som­bra del árbol. Observé con atención cómo permanecía arrodillado junto a la columna de luz, inmóvil, mirán­dola fijamente. Se encontraba bien en apariencia, pero en su piel había un ligero cambio, una especie de movi­miento que reflejaba el brillo, quizás a causa del polvo que caía. Casi parecía como si él mismo estuviese bri­llando.
Quizá no fuese el polvo, quizá se estuviese queman­do. Quizá no doliese y él se daría cuenta demasiado tarde...
Pasaron los segundos y seguíamos con la mirada fija en la luz del sol, inmóviles.
Entonces, en un movimiento que se antojaba abso­lutamente esperado y a la vez por completo impensa­ble, Diego abrió una mano con la palma hacia arriba y extendió el brazo en dirección al haz de luz.
Me moví más rápido de lo que podía siquiera pen­sar, que ya era rápido de narices. Más veloz de lo queja-más me había movido.
Arrollé a Diego de espaldas contra el muro de la co­vacha repleta de tierra antes de que pudiese atravesar ese último centímetro que expondría su piel a la luz.
La cavidad se llenó de un fulgor repentino, y sentí el calor en mi pierna en el preciso momento en que me percaté de que no había espacio suficiente para poder contener a Diego contra la pared sin que alguna parte de mi cuerpo tocase la luz.
-¡Bree! -exclamó en un grito ahogado.
Me aparté de él de manera automática y me revolví para apretarme contra la pared. Duró menos de un se­gundo, y todo ese tiempo me quedé esperando a que el dolor se apoderase de mí. A que prendiesen las llamas y a continuación se extendiesen igual que la noche que la conocí a ella, sólo que más rápido. El fogonazo de luz cegadora había desaparecido. De nuevo, sólo quedaba allí la columna de sol.
Dirigí la mirada al rostro de Diego; tenía los ojos como platos y la boca abierta de par en par. Estaba total­mente quieto, señal segura de alarma. Quería mirarme la pierna, pero me daba miedo ver lo que quedaba; no era como cuando Jen me arrancó el brazo, si bien aque­llo me dolió más. No iba a ser capaz de curarme esto.
Seguía sin dolerme.
-Bree, ¿has visto eso?
Hice un rápido gesto negativo con la cabeza.
-¿Está muy mal?
-¿Mal?
-Mi pierna -mascullé entre dientes-. Dime solamen­te cuánta pierna queda.
-A mí me parece que está perfecta.
Bajé la vista rápidamente y, en efecto, allí estaba mi  pie, con mi  pantorrilla, justo igual que antes. Moví los dedos de los pies. Perfecto.
-¿Te duele? -me preguntó.
Me incorporé del suelo y me puse de rodillas.
-Todavía no.
-¿Has visto lo que ha pasado? ¿La luz? Negué con la cabeza.
-Observa esto -dijo mientras se arrodillaba de nue­vo frente al haz de luz-. Y no me vuelvas a apartar de un empujón. Tú ya has demostrado que estoy en lo cierto.
Extendió la mano. Quedarse mirando volvía a resul­tar casi igual de duro esta vez, aunque no notase ningún cambio en la pierna.
En el instante en que sus dedos atravesaron el haz de luz, la cueva se llenó con un millón de brillantes re­flejos iridiscentes. Había tanta claridad como en un in­vernadero a mediodía: luz por todas partes. Di un res­pingo y me estremecí. La luz del sol me envolvía por completo.
-Irreal -susurró Diego.
Introdujo el resto de la mano en la luz y la cueva se iluminó aún más. Giró la mano para mirarse el anverso y después la volvió a poner boca arriba. Los reflejos dan­zaron como si Diego estuviese girando un prisma.
No había ningún olor a quemado, y era patente que no le dolía. Observé su mano más de cerca y me pareció como si tuviese millones de espejos minúsculos sobre la piel, demasiado pequeños para distinguirlos de forma independiente, que reflejaban la luz con el doble de in­tensidad que un espejo normal.
-Ven aquí, Bree... tienes que probar esto.
No pude pensar en una razón para negarme, y sentía curiosidad, pero aún me notaba reacia al acercarme a su lado.
-¿No quema?
-Nada. La luz no nos quema, sólo... se refleja en no­sotros. Me imagino que decir eso es quedarse un poco corto.
Con la lentitud propia de un humano, renuente, al­cancé la luz con los dedos. Mi piel comenzó de inmedia­to a centellear con los reflejos, y la cavidad se iluminó tanto que, en comparación, el día en el exterior hubie­ra parecido oscuro. No obstante, no eran exactamente reflejos, la luz era refractada y de colores, algo más pa­recido a un cristal. Metí la mano entera y la cavidad se iluminó aún más.
-¿Crees que Riley lo sabe? -susurré.
-Puede que sí, puede que no.
-Si lo supiese, ¿por qué no nos lo iba a contar? ¿Qué sentido tendría? Así que somos bolas de discoteca an­dantes -me encogí de hombros.
Diego se rió.
-Ya veo de dónde provienen las historias. Imagínate que hubieras visto esto en alguien cuando eras huma­na, ¿no pensarías que el tío se estaba quemando?
-Si no se acercase a charlar un rato, quizás.
-Esto es increíble -dijo Diego.
Con un dedo trazó una línea que atravesaba la res­plandeciente palma de mi mano. Entonces se puso en pie de un salto bajo el haz y la cueva se convirtió en un festival de luz.
-Venga, salgamos de aquí.
Estiró los brazos y ascendió por el agujero que había abierto hacia la superficie.
Se podría pensar que debería haberlo asumido, pe­ro aún estaba nerviosa al seguirle. Me mantuve pegada a sus talones, no quería parecer una completa cobarde, pero fui todo el camino con el estómago encogido; Ri-ley había sido muy claro en lo de arder al sol, en mi men­te eso iba asociado al rato de quemazón tan horrible que pasé al convertirme en vampiro, y no era capaz de escapar al pánico instintivo que se apoderaba de mí ca­da vez que pensaba en ello.
Diego había salido ya del agujero, y yo me encontré a su lado medio segundo después. Permanecimos en pie en una zona de hierba silvestre, a tan sólo unos po­cos pasos de los árboles que cubrían la isla. A nuestra es­palda había un par de metros hasta un acantilado bajo y, a continuación, el agua. A nuestro alrededor, todo brillaba a causa de los colores y a la luz que emitíamos.
-Guau -mascullé.
Diego me dedicó una amplia sonrisa cargada con la belleza de su rostro bajo la luz y, de repente, en medio de un profundo vuelco que me dio el estómago, me percaté de que todo eso de los I A Es distaba mucho de la realidad. Para mí, al menos. Así de rápido iba.
Se suavizó la amplitud de su sonrisa y se transformó en un rostro amable. Tenía los ojos tan abiertos como yo, todo asombro y luz. Me tocó la cara del mismo modo en que me había tocado la mano, como si estuviera in­tentando comprender aquel brillo.
-Cuánta belleza -murmuró, y dejó la mano sobre mi mejilla.
No estoy segura de cuánto tiempo nos quedamos allí de pie, sonriendo como dos verdaderos idiotas, re­fulgiendo como antorchas de cristal. No había barcos en la ensenada, lo cual probablemente fue una suer­te. De ningún modo habríamos pasado inadvertidos, ni siquiera para un humano con los ojos llenos de barro. Tampoco hubiesen podido hacernos nada, pero no tenía sed, y los gritos me habrían estropeado el buen ánimo.
Una gruesa nube ocultó finalmente el sol y, de pron­to, éramos de nuevo nosotros aunque con una ligera luminosidad, si bien no la suficiente para que se percata­se alguien con la vista más torpe que la de un vampiro.
En cuanto desapareció el brillo, se me aclararon las ideas y pude pensar en lo que vendría a continuación. No obstante, aunque Diego presentase de nuevo su as­pecto normal -no hecho de una luz resplandeciente, al menos-, supe que ante mis ojos no volvería a parecer el mismo. Aquel cosquilleo en la boca del estómago se­guía ahí, y me daba la sensación de que podría quedar­se de manera permanente.
-¿Se lo contamos a Riley? ¿Hemos decidido que no lo sabe? -le pregunté.
Diego suspiró y dejó caer la mano.
-No lo sé. Pensemos en ello mientras los rastreamos.
-Vamos a tener que ser cuidadosos al rastrearlos de día. Ya sabes, al parecer se nos nota un poco cuando nos da el sol.
Sonrió.
-Seremos ninjas. Asentí.
-Club ninja supe secreto mola mucho más que el rollo ese de los IA  Es. -Muchísimo más.
Apenas nos bastaron unos pocos segundos para dar con el punto desde donde el grupo al completo había abandonado la isla. Ésa era la parte fácil. Dar con el lu­gar donde habían puesto el pie en la costa continental ya era otro problema bien distinto. Valoramos por un segundo la posibilidad de separarnos, pero desestima­mos la idea por unanimidad. Nuestra lógica era de una solidez aplastante -al fin y al cabo, si uno de los dos en­contraba algo, ¿cómo se lo iba a contar al otro?-, pero se trataba sobre todo de que no quería alejarme de él, y notaba que él sentía lo mismo. Ambos nos habíamos pa­sado toda nuestra vida sin ninguna clase de buena com­pañía, y era algo         demasiado agradable como para mal­gastar ni un solo minuto de ella.
En cuanto adonde podían haber ido, había dema­siadas opciones: al territorio continental de la penínsu­la o a otra isla, o de regreso a las afueras de Seattle, o al norte, a Canadá. Siempre que demolíamos o quemába­mos uno de nuestros refugios, Riley estaba preparado, siempre parecía saber con exactitud adonde nos dirigi­ríamos a continuación. Debía de tener planes de ante­mano para estos temas, pero no nos hacía partícipes de éstos a ninguno de nosotros.
Podrían estar en cualquier parte.
Nos ralentizó mucho tener que andar sumergiéndo­nos en el agua y volviendo a la superficie para evitar a los barcos y a la gente, y transcurrió el día sin que la for­tuna nos sonriera, pero a ninguno de los dos nos impor­tó. Lo estábamos pasando mejor que nunca.
Qué día tan extraño. En lugar de sentarme triste en la oscuridad de mi escondite y de tragarme el asco in­tentando no prestar atención al caos, estaba jugando a los ninjas con mi reciente íntimo amigo, o puede que algo más. Nos reímos mucho mientras recorríamos las sombras y nos tirábamos piedras el uno al otro como si fueran estrellas con cuchillas.
Entonces se puso el sol y de repente la inquietud se apoderó de mí. ¿Nos buscaría Riley? ¿Deduciría que nos habíamos carbonizado? ¿Sabría lo que había pasado?
Comenzamos a movernos a mayor velocidad. A mu­cha más velocidad. Ya habíamos recorrido todas las is­las cercanas, así que nos concentramos en el territorio continental. Alrededor de una hora después del ocaso, percibí un olor familiar y en cuestión de segundos nos hallamos sobre su pista. Una vez localizada la senda del olor, resultaba tan sencillo como seguir a una manada de elefantes por la nieve recién caída.
Hablamos sobre cómo procederíamos, más en serio ahora, sin parar de correr.
-No creo que debamos contárselo a Riley -dije yo-. Digamos que hemos pasado todo el día en tu cueva an­tes de ir a buscarlos. -Mi paranoia iba en aumento con­forme hablaba-. Mejor aún, contémosles que tu cueva estaba llena de agua y que ni siquiera hemos podido hablar.
-Crees que Riley es un mal tipo, ¿verdad? -me pre­guntó en voz baja pasado un minuto.
Mientras hablaba, me cogió de la mano.
-No lo sé, pero prefiero actuar como si lo fuera, por si acaso. -Vacilé, y entonces añadí-: Tú no quieres creer que sea mala gente.
-No -admitió Diego-. Es algo parecido a un amigo. Es decir, no como lo eres tú -me apretó la mano-, pero más que cualquiera de los demás. No quiero pensar... -No terminó la frase.
Le devolví el apretón en la mano.                                                                                                       -Quizá sea decente del todo. El hecho de que no­sotros actuemos con cautela no va a cambiarle.
-Es verdad. O sea, me refiero a la historia de la cue­va submarina. Al menos el principio... podría hablar con él del tema del sol más adelante. De todas formas preferiría hacerlo durante el día, cuando pueda demos­trar mi afirmación de manera inmediata. Y por si acaso él ya lo sabe pero hay alguna buena razón por la cual nos haya contado otra cosa, se lo diré cuando él y yo es­temos solos. Lo pillaré al amanecer, cuando esté de re­greso de dondequiera que él se va...
Me percaté de la gran cantidad de primeras perso­nas del singular y no del plural que contenía aquel pe­queño discurso de Diego, y eso me preocupó. Aunque al mismo tiempo, yo no quería tener mucho que ver con lo de informar a Riley. No tenía en él la misma fe que Diego.
-¡Ataque ninja al amanecer! -dije para hacerle reír.
Funcionó. Comenzamos de nuevo a contar chistes mientras rastreábamos a nuestra manada de vampiros, pero podía notar que, debajo de tanta broma, Diego es­taba pensando en cosas serias, justo igual que yo.
Y mientras corríamos, lo único que hice fue inquie­tarme más, porque íbamos a gran velocidad y, aunque no había forma de que hubiésemos seguido el rastro equivocado, estábamos tardando demasiado. Nos está­bamos alejando mucho de la costa, habíamos ascendi­do y pasado al otro lado de las montañas cercanas, nos adentrábamos en un nuevo territorio. Aquél no era el patrón habitual.
Todas las casas que habíamos ocupado, ya se encon­trasen en lo alto de una montaña, en medio de una isla u ocultas en una granja enorme, tenían poco en co­mún: los propietarios fallecidos, el entorno aislado y todas, de un modo u otro, se concentraban en torno a Seattle, situadas alrededor de la gran ciudad como lu­nas en órbita. Seattle era siempre el centro, siempre el objetivo.
Ahora nos encontrábamos fuera de órbita, y daba mala espina. Quizá no significase nada, tal vez era tan sólo cuestión de que hoy habían cambiado demasiadas cosas. Todas las verdades que daba por sentadas habían quedado patas arriba y no estaba de humor para más ca­taclismos. ¿Por qué no podía Riley haber escogido un si­tio normal?
-Resulta curioso que estén tan lejos -murmuró Die­go, y pude percibir la tensión en su voz. -O temible -musité. Me apretó la mano.
-Está bien. El club ninja puede arreglárselas en cual­quier situación.
-¿Tienes ya un saludo secreto?
-Estoy trabajando en ello -me prometió él.
Algo empezó a incomodarme, como si pudiera sen­tir un extraño punto ciego: sabía que había algo que no estaba viendo, pero era incapaz de señalarlo con el de­do. Algo obvio...
Y entonces dimos con la casa, a unos cien kilóme­tros al oeste de nuestro perímetro habitual. Era imposi­ble confundir el ruido, el bum, bum, bumde los graves, la musiquilla de videojuego, los gruñidos. Típico de nues­tra gente.
Solté mi mano y Diego me miró.
-Eh, que ni siquiera te conozco -le dije en tono jocoso-. Apenas hemos cruzado cuatro palabras por cul­pa del agua en la que hemos estado metidos durante todo el día. Hasta donde yo sé, bien podrías ser un ninja o un vampiro.
Sonrió de oreja a oreja.
-Lo mismo te digo, desconocida. -Y entonces cam­bió a un tono más bajo y más rápido-: Haz exactamen­te lo mismo que ayer. Mañana
por la noche saldremos juntos.
Quizás hagamos algún reconocimiento; averi­guaremos más sobre lo que está pasando.
-Suena como si fuera un plan. Quedará entre tú y yo.
Se inclinó hacia mí y me besó... apenas un roce, pe­ro en los labios. El sobresalto ante aquello me recorrió todo el cuerpo como un latigazo. Y entonces dijo:
-Manos a la obra.
Y descendió por la falda de la montaña camino del origen del ruido estridente sin volver la vista atrás. Ya es­taba interpretando el papel.
Un poco aturdida, seguí sus pasos a unos metros de distancia, sin olvidarme de mantener entre nosotros el mismo espacio de separación que dejaría respecto de cualquier otro.
La casa era del estilo de una gran cabaña de troncos de madera, arropada por pinos en una depresión del te­rreno y sin rastro de vecinos en kilómetros a la redonda. Las ventanas estaban a oscuras, como si la casa estuviese vacía, pero la estructura entera temblaba a causa de los potentes graves que provenían del sótano.
Diego entró primero, y yo intenté moverme detrás de él como si se tratase de Kevin o de Raoul, titubeante, guardando la distancia de seguridad. Encontró las esca­leras y descendió a la carga con paso firme.
-¿Intentabais dejarme atrás, panda de fracasados? -preguntó.
-Eh, mirad, Diego está vivo -oí responder a Kevin con una patente falta de entusiasmo.
-No gracias a vosotros -dijo Diego mientras yo me colaba en el oscuro sótano.
La única luz provenía de las diversas pantallas de te­levisión, pero aun así era mucho más de lo que cual­quiera de nosotros necesitaba. Me apresuré a llegar has­ta el fondo, donde Fred disfrutaba de un sofá para él solo, y me alegré de que cuadrase conmigo el hecho de parecer inquieta ya que no había forma de disimular mi estado. Tragué mucha saliva cuando me golpeó la re­pulsión y me aovillé en mi sitio habitual, en el suelo, detrás del sofá. Una vez allí tirada pareció que la fuerza repelente de Fred se debilitaba un poco. O quizá sólo era que me estaba acostumbrando a ella.
El sótano se encontraba más que medio vacío, ya que estábamos en plena noche, y todos los chicos que había allí lucían unos ojos iguales que los míos: de color rojo brillante, recién alimentados.
-Me llevó un rato arreglar tu estúpido desastre -le dijo Diego a Kevin-. Para cuando llegué a lo que queda­ba de la casa, ya casi había amanecido. He tenido que pasar todo el día sentado en una cueva llena de agua.
-Y a mí qué. Ve a chivarte a Riley.
-Veo que la cría también ha conseguido llegar-dijo una voz nueva, y me estremecí al constatar que era la de Raoul.
Sentí un ligero alivio por que no supiese mi nombre, pero por encima de todo me horrorizó que hubiese si­quiera reparado en mí.
-Sí, me ha seguido.
No podía ver a Diego, pero estaba segura de que su expresión era de indiferencia.
-Qué día más heroico el tuyo, ¿eh? -dijo Raoul con insidia.
-No lo hagas, Diego. -Había desaparecido ya de mi vista-. Estoy tranquila, lo juro.
Se estaba riendo, y sonaba como si ya hubiese avan­zado varios metros por el túnel. Quería ir tras él, aga­rrarle del pie y tirar de él para traerlo de vuelta, pero es­taba petrificada por la ansiedad. Sería estúpido arriesgar mi vida para salvar la de un completo extraño. Pero no había tenido nada semejante a un amigo en la eterni­dad. A esas alturas ya iba a resultarme duro volver a es­tar sin nadie con quien hablar, tras una sola noche.
-No me estoy quemando1 -voceó desde arriba en tono de guasa- Espera... ¿Qué...? ¡Ah!
-¿Diego?
Atravesé la cueva de un salto e introduje la cabeza en el túnel. Su rostro estaba allí mismo, a centímetros del mío.
-¡Bu!
Retrocedí de un respingo ante su proximidad; un acto reflejo sin más, un viejo hábito.
-Muy divertido -dije con sequedad al tiempo que me apartaba y él se deslizaba de nuevo en el interior de la cueva.
-Chica, necesitas relajarte. Esto ya lo he investigado, ¿vale? La luz indirecta del sol no causa ningún daño.
-¿Me estás diciendo entonces que me puedo poner a la maravillosa sombra de un árbol sin que me pase nada?
Dudó unos instantes, como si se estuviese debatien­do entre contarme algo o no hacerlo, y entonces me di­jo en voz baja:
-Yo lo hice una vez.


-No nos dan puntos extra por ser unos capullos.
Recé por que Diego no se enfrentase a Raoul. Espe­raba que Riley regresase pronto, sólo él podía refrenar a Raoul.
Pero Riley probablemente se encontrase cazando chavales barriobajeros para llevárselos a ella. O dedicán­dose a lo que fuese que hiciera cuando salía.
-Interesante pose la tuya, Diego. Crees que le caes tan bien a Riley como para que le importe si yo te mato. Creo que te equivocas. De cualquier modo, en lo que a esta noche se refiere, él ya cree que estás muerto.
Pude oír que los demás se movían. Algunos proba­blemente para respaldar a Raoul, otros sólo para quitar­se de en medio. Titubeé en mi escondite, consciente de que no iba a dejar que Diego se enfrentase a ellos solo, pero preocupada por estropear nuestra tapadera si es que se llegaba a ese punto. Tuve la esperanza de que Die­go hubiese sobrevivido tanto tiempo por poseer algún tipo de habilidad bestial en el combate. Yo no podía ofre­cerle mucho en ese aspecto. Allí había tres miembros del grupo de Raoul y algunos otros que podrían ayudar­le tan sólo para ganarse sus simpatías. ¿Regresaría Riley antes de que les diese tiempo de quemarnos?
Cuando Diego le respondió, en su voz había calma.
-¿Tanto miedo tienes de enfrentarte conmigo a so­las? Típico.
Raoul resopló.
-¿Ha funcionado eso alguna vez? Quiero decir apar­te de en las películas. ¿Por qué habría de enfrentarme contigo a solas? No me preocupa en absoluto quedar por encima de ti. Lo que quiero es acabar contigo.
Cambié de postura, y me giré para ponerme en cu­clillas, en tensión para saltar.
Raoul seguía hablando. Le gustaba mucho el soni­do de su voz.
-Aunque para ocuparnos de ti, no va a ser necesario que participemos todos. Esos dos se ocuparán de la otra prueba de tu desafortunada supervivencia, la pequeña como-se-llame.
Sentí que se me helaba el cuerpo, congelado, como una piedra. Intenté sacudirme aquella sensación para poder darlo todo en la pelea. Tampoco eso hubiera cam­biado nada.
Y entonces sentí algo más, algo totalmente inespera­do: una ola de repulsión tan inaguantable que no pude mantenerme en cuclillas, y me derrumbé al suelo bo­queando horrorizada.
No fui la única que reaccionó. Oí los gruñidos de as­co y las arcadas que provenían de las cuatro esquinas del sótano. Algunos se fueron retirando hasta el fondo de la habitación, donde pude verlos. Luchaban en tensión contra las paredes y estiraban el cuello para apartar­lo, como si pudiesen escapar de aquella horrible sensa­ción. Al menos, uno de ellos era del grupo de Raoul.
Oí el inconfundible gruñido de Raoul, y a continua­ción se desvaneció a toda prisa escaleras arriba. No fue el único que salió pitando de allí. Aproximadamente la mitad de los vampiros que había en el sótano huyeron.
Yo no tuve esa opción. Apenas era capaz de moverme, y entonces caí   en la cuenta de cuál debía de ser el motivo: hallarme tan cerca de Fred e El Freaky. El era el res­ponsable de lo que estaba pasando y, por muy mal que me sintiese, aún era capaz de percatarme de que proba­blemente me acababa de salvar la vida. ¿Por qué? La sensación de asco remitió poco a poco. En cuan­to pude, me agarré al sofá, me incorporé hasta el borde y observé con detenimiento las consecuencias. Todo el grupo de Raoul había desaparecido, pero Diego aún se­guía allí, en el extremo opuesto de la gran estancia, jun­to al televisor. Los vampiros que quedaban empezaban a relajarse, si bien todo el mundo tenía aspecto de estar aturdido. La mayoría de ellos lanzaba miradas caute­losas a Fred. Yo también le miré, desde su nuca, aun­que no pude ver nada. Aparté los ojos de él ensegui­da, ya que el hecho de mirarle reproducía en parte las náuseas.
-Haya calma.
La voz profunda provenía de Fred. Jamás le había oído hablar. Todos le miraron fijamente y de inmediato apartaron la vista por el retorno de la repulsión.
Entonces, eso era lo que Fred quería: su paz y su tranquilidad. Muy bien, qué más me daba, yo seguía vi­va gracias a eso. Con toda probabilidad, cualquier otra molestia distraería a Raoul antes del amanecer y descar­garía su ira con quien pasase por allí. Y Riley siempre regresaba al final de la noche; se enteraría entonces de que Diego había estado metido en su cueva y no al aire libre, que no había sido víctima del sol, y así Raoul no dispondría de una excusa para atacarle a él, o a mí.
Esa era la situación, como mínimo, en el mejor de
los casos. Mientras tanto, quizás a Diego y a mí se nos ocurriera algún plan para evitar a Raoul.
De nuevo tuve la fugaz sensación de que estaba pa­sando por alto una solución obvia y, antes de poder discernidla, mis pensamientos se vieron interrumpidos.
-Lo siento.
Aquel mascullar profundo, casi silencioso, sólo po­día provenir de Fred. Era como si yo fuese la única que estuviese lo bastante cerca para llegar a oírle de verdad. ¿Estaba hablando conmigo?
Le volví a mirar y no sentí nada. No podía verle la cara, aún me daba la espalda. Tenía el pelo rubio, ondu­lado y abundante. Nunca había reparado en ello, a pe­sar de la cantidad de días que había pasado escondida a su sombra. Riley hablaba en serio cuando dijo que Fred era especial; repulsivo, pero especial de veras. ¿Se había imaginado Riley que Fred fuese tan... tan poderoso? Tan­to, que había sido capaz de arrasar en un segundo una habitación llena de vampiros.
Aunque no podía ver la expresión de su rostro, me daba la sensación de que Fred aguardaba una respuesta.
-Mmm, no te disculpes. -Respiré prácticamente sin hacer ruido-. Gracias.
Fred se encogió de hombros.
Y entonces me encontré con que no pude seguir mi­rándole.
Las horas transcurrieron con mayor lentitud de lo normal mientras esperaba que Raoul volviese a apare­cer. De vez en cuando intentaba mirar de nuevo a Fred -ver algo más allá de la protección que había creado para sí-, pero siempre me veía repelida. Si lo intentaba con demasiadas ganas, me sobrevenían arcadas.
Pensar en Fred resultó ser una buena distracción para no pensar en Diego. Cuando él se hallaba en la habitación, intentaba fingir que me daba igual. No le miraba, pero me concentraba en el sonido de su respi­ración -su inconfundible ritmo- para controlarlo. Se sentó en el extremo de la habitación opuesto al mío, a escuchar sus CD en un ordenador portátil. O quizá fin­gía escuchar música, igual que yo simulaba leer los li­bros de la mochila empapada que llevaba a la espalda. Pasaba las páginas a mi ritmo habitual, pero no presta­ba atención a nada. Estaba esperando a Raoul.
Afortunadamente, Riley llegó antes.
Raoul y su co­horte se encontraban justo detrás de él, si bien no tan alborotadores y odiosos como de costumbre. Quizá Fred les hubiese enseñado a mostrar un poco de respeto.
Aunque era probable que no. Lo más factible era que Fred los hubiese cabreado. Deseaba fervientemen­te que Fred nunca bajase la guardia.
Riley se fue directo hacia Diego; yo escuché dándo­les la espalda, con los ojos clavados en mi libro. Con mi visión periférica distinguí a varios de los idiotas de Raoul deambular buscando sus videojuegos favoritos o lo que fuese que estuvieran haciendo antes de que Fred los echase de allí. Kevin era uno de ellos, pero parecía estar buscando algo más específico que un pasatiempo. Sus ojos intentaron varias veces centrarse en el lugar donde yo me encontraba, pero el aura de Fred lo mantuvo a raya. Abandonó tras unos minutos, con aspecto de estar un poco mareado.
-Me han dicho que has conseguido volver -dijo Ri­ley con una voz que sonaba a sincero agrado-. Siempre puedo contar contigo, Diego.
-Sin problema ninguno -dijo Diego en tono relaja­do-. A no ser que me quites puntos por aguantar la res­piración un día entero.
Riley se rió.
-No apures tanto la próxima vez. Hay que dar ejem­plo a los pequeños.
Diego se rió con él, sin más. Me pareció ver con el rabillo del ojo que Kevin se había relajado un poco. ¿Tan preocupado estaba por la posibilidad de que Diego le metiese en problemas? Tal vez Riley escuchase más a Die­go de lo que yo había creído ver. Me pregunté si ésa era la razón por la cual Raoul se había mosqueado antes.
¿Se trataba de algo bueno, al fin y al cabo, si es que Diego estaba tan próximo a Riley? Tal vez Riley fuera buena gente. Aquella relación no comprometía lo nues­tro, ¿no?
El tiempo no pasó más rápido en absoluto cuando salió el sol. El sótano estaba atestado y el ambiente era inestable, como todos los días. Si los vampiros pudieran quedarse roncos, Riley se habría quedado sin voz de tanto gritar. Un par de chicos perdieron algún miem­bro de forma temporal, pero no se prendió fuego a na­die. La música entabló una batalla con la banda sonora de los juegos, y yo me alegré de no sufrir dolores de ca­beza. Intenté leer mis libros, pero acabé pasando las pá­ginas de uno tras otro sin preocuparme demasiado por forzar la vista para que se centrara en las palabras. Los dejé en un extremo del sofá, en una pila ordenada para Fred. Siempre le dejaba mis libros, aunque nunca pu­diese saber si los leía. No tenía la posibilidad de mirarle con la suficiente atención para ver, con exactitud, lo que él hacía con su tiempo.
Al menos Raoul nunca miraba en mi dirección. Ni tampoco Kevin o   cualquiera de los otros. Mi escondite era tan eficaz como siempre. No podía ver si Diego esta­ba siendo lo bastante inteligente como para ignorarme; yo sí le estaba ignorando a él por completo. Nadie hu­biera podido sospechar que formábamos un equipo, excepto Fred, tal vez. ¿Se había fijado Fred cuando yo me preparaba para pelear junto a Diego? Aunque lo hu­biese hecho, el tema no me preocupaba demasiado. De haber albergado Fred alguna mala intención en parti­cular respecto a mí, me podía haber dejado morir ano­che. Habría sido sencillo.
Según el sol descendía, el bullicio iba in crescendo. Allí, bajo tierra y con todas las ventanas tapadas por si acaso, no podíamos ver como la luz se desvanecía, pero el haber pasado tantos interminables días esperando te daba una idea bastante acertada de cuándo terminaban éstos. Los chicos empezaban a inquietarse e importuna­ban a Riley preguntándole si ya podían salir.
-Kristie, tú ya saliste anoche -dijo Riley, y en su voz se podía notar como se le agotaba la paciencia-. Heather, Jim, Logan: adelante. Warren, tienes los ojos oscuros, ve con ellos. Eh, Sara, que no estoy ciego, vuelve aquí.
Los chicos que dejó en tierra se enfurruñaron en las esquinas, algunos de ellos a la espera de que Riley se marchara para poder escaparse a pesar de las normas de éste.
-Mmm, Fred, debe de ser ya tu turno -dijo Riley sin mirar en nuestra dirección.
Oí como Fred suspiraba al tiempo que se ponía en pie. Todo el mundo se iba encogiendo en actitud servil conforme Fred avanzaba hacia el centro de la sala, incluso Riley, pero al contrario que los demás, Riley esbo­zaba una leve sonrisa para sí. Le gustaba su vampiro con habilidades especiales.
Me sentí desnuda sin Fred. Ahora cualquiera se po­día fijar en mí. Me quedé absolutamente quieta, cabiz­baja, haciendo todo lo que estaba en mi mano por no atraer la atención sobre mi persona.
Por fortuna para mí, Riley tenía prisa esa noche. Apenas se detuvo a fulminar con la mirada a los que de un modo muy claro se aproximaban poco a poco a la puerta, y no digamos ya a amenazarles, mientras él mis­mo se dirigía al exterior. Normalmente nos obsequiaba con alguna variante de su habitual discurso acerca de pasar inadvertidos, pero esa noche no lo hizo. Parecía preocupado, inquieto. Me la hubiera jugado a que iba a verla a ella, y eso hacía que no me emocionase tanto la idea de reunimos con él al amanecer.
Aguardé a que Kristie y otros tres de sus compañe­ros habituales se dirigiesen al exterior, y me escabullí detrás de ellos en un intento por parecer un miembro de su séquito pero sin molestarlos. No miré a Raoul, ni a Diego. Me concentré en parecer intrascendente, que nadie reparase en mí. Una vampira cualquiera.
Una vez nos encontramos fuera de la casa, me sepa­ré inmediatamente de Kristie y me apresuré a adentrar­me en el bosque con la esperanza de que sólo Diego se molestase en seguir mi olor. A la mitad de la ascensión por la ladera de la montaña más cercana, me encaramé en las ramas más altas de un gran abeto que superaba a sus vecinos en varios metros. Me ofrecía una visión bas­tante buena de quienquiera que intentase rastrearme.
Resultó que estaba pecando de ser excesivamente cautelosa. Tal vez me había pasado todo el día siéndolo. Diego fue el único que vino a buscarme. Lo vi en la dis­tancia y desanduve mis pasos para encontrarme con él.
-Qué día más largo -dijo mientras me abrazaba-. Tu plan es duro.
Le correspondí en el abrazo y me maravillé ante lo agradable que era.
-Quizá me esté comportando como una paranoica.
-Siento lo de Raoul. Estuvo cerca.
Hice un gesto de asentimiento.
-Qué bien que Fred dé tanto asco.
-Me pregunto si Riley es consciente de la fuerza que tiene ese chico.
-Lo dudo. Nunca le había visto hacer eso antes, y he pasado mucho tiempo cerca de él.
-Bueno, eso es problema de Fred el Freaky. Nosotros ya tenemos nuestro propio secreto que contarle a Riley.
Sentí un escalofrío.
-Todavía no estoy segura de que sea una buena idea. -No lo sabremos hasta que veamos cómo reacciona Riley.
-Por lo general, no me gusta nada no conocer las cosas.
Diego entrecerró los ojos en un gesto especulativo. -¿Qué opinión tienes de ir a la aventura? -Depende.
-Vale, estaba pensando en las prioridades del club. Ya sabes, sobre lo de averiguar tanto como nos sea po­sible.
-¿Y...?
-Creo que deberíamos seguir a Riley, averiguar qué está haciendo.

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