lunes, 10 de enero de 2011

Crítica del libro "Cosmopolis" (El nuevo proyecto cinematográfico de Robert Pattinson)

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“A Paul Auster” dedica DeLillo su última novela, y las razones se antojan variadas: desde la amistad hasta sus coincidencias en cuanto a los intereses narrativos, pasando por lo que Nueva York representa para ambos tanto desde el punto de vista artístico como personal.

Pero si esta Cosmópolis evoca poderosamente a Auster, las influencias no se quedan ahí. La primera de ellas es sin duda James Joyce; como el Ulysses, la acción en Cosmópolis ocurre en un solo día, en este caso “un día de abril del año 2000”, aunque ahora el bueno de Leopold Bloom se ha convertido en un multimillonario, Eric Packer, que atraviesa Manhattan de punta a punta con la única intención de cortarse el pelo. Y junto a Joyce, el American Psycho de Brett Easton Ellis también resuena en nuestros oídos: Packer, como antes Bateman, es un personaje frío y deshumanizado que en su continua búsqueda de sensaciones nuevas “juega” con quienes tienen a su alrededor, unos pobres desgraciados a los que les espera el más absoluto sometimiento, cuando no la muerte.Y seguimos, también escuchamos a John Dos Passos entre las líneas de Cosmópolis: la galería de personajes que se despliegan ante nuestros ojos, o mejor dicho, ante la limusina en la que se desplaza Packer por el céntrico distrito neoyorkino, recuerda la coralidad de Manhattan Transfer; encontraremos monjas junto a raperos, comunistas junto a brokers, policías junto a cerebros de la informática... ¿Todavía más? Pues sí. También me ha parecido ver un guiño a William Faulkner... ¿recuerdan la “obscena e inmoral” mazorca de maíz que el autor sureño reconocía como su “mejor personaje”?; aquí la encontraremos convertida en un botellín de agua, aunque, eso sí, el desvencijado granero se ha convertido en la lujosa limusina extralarga con suelo de mármol de Carrara, cámaras de vigilancia y la última tecnología en ordenadores.

Todavía hay más. El mismo mundo financiero y “vanidoso” de Tom Wolfe volverá a conformar el zeitgeist de Cosmópolis; incluso el glamour de aquel lejano Gatsby de Scott Fitzgerald parece tener también su espacio. Y llevando hasta los últimos extremos nuestro razonamiento, incluso pudiéramos citar a Mark Twain o a Kerouac en lo relativo a la significación del viaje, aunque tal aproximación puede resultar muy forzada, pues no se aprecia el mínimo esbozo catártico en la evolución de Packer.

El argumento de Cosmópolis ya ha quedado esbozado: un adinerado Eric Packer decide trasladarse de una punta a otra de la ciudad para cortarse el pelo. Se trata de un día especialmente conflictivo, pues el Presidente de la nación visita la ciudad y Manhattan estará especialmente colapsado. Packer es muy joven e hizo su fortuna en el mercado de valores. En este día de abril del 2000 está a punto de entrar en bancarrota, ya que invirtió todo su dinero -y el de los accionistas que confían en él- en una “apuesta” contra el yen japonés que sube sin parar.

Durante el recorrido entrará en contacto con distintas personas. Algunas entrarán en la limusina, como su asesora financiera, a quien encuentra corriendo por el parque al ser su día libre y con quien mantiene “singulares” relaciones sexuales mientras un médico le realiza una exploración prostática. En otros casos es él quien abandona el vehículo, ya sea para comer con su esposa -poeta y, como él millonaria-, con quien lleva casado veintiún días , aunque todavía no han consumado el matrimonio, o para hacer el amor con antiguas amantes, por supuesto de forma más próxima al sadomasoquismo que al romanticismo: “Necesito más. Enséñame algo que no conozca. Paralízame, redúceme a mi ADN. Adelante, vamos hazlo. Acciona el gatillo”. Y desde su insonorizada y blindada limusina observa el mundo: la gente por la calle, los turistas como borregos, los manifestantes protestando, alguien que se suicida quemándose a “lo bonzo”... Todo como la vida misma.

Eso es precisamente lo que intenta satirizar Don DeLillo, y el interrogante respecto a Packer planteado en el primer párrafo de la novela, “¿Qué le quedaba en firme?”, se va progresivamente sustanciando en una devastadora respuesta nihilista. Packer ha alcanzado el poder, la riqueza, todo lo que esta sociedad parece señalar como la meta para los verdaderos triunfadores... y sin embargo no le queda nada. “De todos modos, ya estás muerto. Eres como alguien que ya estuviera muerto. Como alguien que llevara cien años muerto. Muchos siglos muerto”, leemos en las últimas páginas.

Y, efectivamente, Packer, encerrado en un narcisismo de tintes claramente nietzschianos, refleja al individuo preocupado exclusivamente por él mismo, ajeno a cualquier tipo de valor trascendente y viviendo el momento preciso y con-
creto. Hace años, por ejemplo, que ni tan siquiera ha cruzado una mirada con quienes trabajan para él... ni tan siquiera se había percatado del color de ojos de su mujer. Se trata de un mundo deshumanizado, “posmoderno”, en el más amplio sentido de la palabra: “La tecnología es crucial para la civilización. ¿Que por qué? Porque nos ayuda a configurar nuestro destino. No necesitamos a Dios, ni los milagros, ni el vuelo de un abejorro”.

Packer representa el triunfo de la voluntad personal; no en el sentido de sacrificio o tenacidad, sino en el de poder. El poder absoluto sobre los demás para imponer su propia voluntad. Ese concepto queda recalcado al analizar el motor argumental: un “caprichoso” viaje para cortarse el pelo -como su médico también el peluquero hubiera podido trasladarse a su domicilio o la limusina- en un día especialmente conflictivo por la visita del Presidente, y cuando está a punto de arruinarse él y los invasores que le confiaron su dinero. Packer decide cortarse el pelo y eso es lo único importante; aunque ponga en peligro su propia vida, nada en el mundo se lo impedirá.

El final es obviamente trágico, aunque bien pudiéramos considerar mayor tragedia continuar como el angustiado Bateman de Ellis, padeciendo, sufriendo, sus propios fantasmas. Sin duda alguna, Cosmópolis es apasionante, la mejor de las novelas de Don DeLillo, y una de las más interesantes publicadas en los últimos tiempos.


UN CHICO DEL BRONX
Nacido en Nueva York (1936) en una típica familia italoamericana rebosante de tíos (ocho) y primos (incontables), Don DeLillo creció en el Bronx, y su infancia y juventud fueron callejeras y golfas. Afortunadamente, Nueva York le ofrecía un extraordinario cúmulo de posibilidades (“los cuadros del MOMA, la música de jazz, las películas de Fellini y Godard y Hawks”) que le influyeron decisivamente. Fue probador de neumáticos, empleado de una fotocopiadora... “Estuve un tiempo”, ha dicho, “en el oeste de Texas. Estaba trabajando probando neumáticos. Era un extraordinario espectáculo aquel circuito de nueve millas donde los neumáticos se probaban. Y a veces uno de los pilotos se quedaba dormido y su coche se perdía en el desierto, volcaba y el conductor moría”. Como también “el hongo atómico. Era algo terrible, pero también hermoso. Es sin duda la imagen fundamental para la cultura de la segunda mitad del siglo XX”. En 1966 abandonó su trabajo para comenzar su primera novela, Americana (1971). Desde entonces ha publicado más de una treintena de obras, entre las que destacan Ruido de fondo y Mao II.


COMPAñEROS DE VIAJE
La década de los años 30, en Estados Unidos, resultó especialmente fructífera en lo relativo al número de novelistas de calidad que conforman actualmente lo más florido del panorama literario de aquel país. Resulta complicado “etiquetarlos” de forma homogénea, pues será precisamente la disparidad de intereses y aproximaciones literarias la característica en esta generación de “sesentones”. Poco tiene que ver el “intrigante” Raymond Carver (1938) con el satírico Philip Roth (1933); tampoco resulta fácil cobijar bajo el mismo paraguas a los posmodernos John Barth (1930) y Thomas Pynchon (1937) junto a los más realistas John Updike (1932) o Joyce Carol Oates (1938); al experimentalista Donald Barthelme (1931) con La década de los años 30, en Estados Unidos, resultó especialmente fructífera en lo relativo al número de novelistas de calidad que conforman actualmente lo más florido del panorama literario de aquel país. Resulta complicado “etiquetarlos” de forma homogénea, pues será precisamente la disparidad de intereses y aproximaciones literarias la característica en esta generación de “sesentones”. Poco tiene que ver el “intrigante” Raymond Carver (1938) con el satírico Philip Roth (1933); tampoco resulta fácil cobijar bajo el mismo paraguas a los posmodernos John Barth (1930) y Thomas Pynchon (1937) junto a los más realistas John Updike (1932) o Joyce Carol Oates (1938); al experimentalista Donald Barthelme (1931) con una Toni Morrison (1931) o un Rodolfo Anaya (1937), preocupados, al menos en cuanto al argumento, por temas étnicos; de igual forma que la ironía de John Gregory Dunne (1932) parece resultar incluso antagónica con la seriedad de Larry McMurtry (1936) o Thomas McGuane. La nómina podría continuar con Harold Brodkey (1930), E.L. Doctorow (1931), Alice Munroe (Can. 1931), Don DeLillo (1936)... Se trata de una generación que alcanzó su madurez creativa en un período de difícil clasificación histórica: demasiado alejados de la II Guerra Mundial como para ser autores de posguerra y a caballo entre la languidez del modernismo y la eclosión del posmodernismo. Sin embargo sí es posible encontrar en todos ellos un interés común -ya sean experimentalistas o autores de novela negra; posmodernistas o autores étnicos- que no es otro sino el propósito de diseccionar la sociedad norteamericana dejando al descubierto, como pocos otros autores lo han conseguido, sus miserias, miedos y mentiras.


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