Nos gusta escuchar la misma historia una y otra vez.
Como niños a la hora de la cama, pedimos que nos cuenten el cuento de
siempre y no aceptamos la mínima variación en el tono o en el ritmo del
relato. Nos gusta que los buenos ganen siempre, que el amor verdadero
triunfe, los malos pierdan y que, mientras tanto, ocurra algo
impactante: que se queme Manderlay o que se hunda el Titanic, pero también nos sirve que se desmantele un circo.
Lo sabemos todo pero igualmente queremos que nos lo cuenten: queremos saber por qué Jacob (Robert Colmillitos Pattinson) se queda huérfano, cómo llega hasta el circo de los hermanos Benzini y cuándo se enamora de la mujer (Reese Witherspoon) del jefe (Christoph Waltz). El único misterio que nos queda por resolver (en realidad tenemos un 50% de posibilidades de acertar) es si ella le querrá a él y si vivirán juntos happily ever after. Porque lo otro, el cómo nos contarán la historia, también lo sabemos: con un flashback, con voz en off, con un vestuario y una dirección de arte preciosista que nos enseñe la exótica vida de una compañía circense, con una estructura de guión clásico y (hasta podríamos apostar) con música de James Newton Howard.
Nada nos sorprenderá de la tercera película de Francis Lawrence (Soy leyenda, Constantine) porque ya lo sabemos todo antes de verla. Ni siquiera nos molestará la nula química entre los enamorados Pattinson y Witherspoon (ya lo podemos decir: el vampiro no convence a la luz del día) ni echaremos de menos sentirnos emocionados (la repetición, como la rutina, rara vez emociona) y tal vez sólo los más atentos se darán cuenta de una cosa: que lo mejor de la película es, precisamente, lo que no encuentra lugar entre tanta previsibilidad, Christoph Waltz. Su personaje, un domador infalible y maltratador, no sólo le brinda la posibilidad de despolvar las medallas y esvásticas que en su día le regaló Tarantino, sino que le permite brillar en toda su complejidad (otra vez es tan bruto como carismático) y comerse (como si fuese un hombre lobo) a su compañero de reparto.
Nos gusta escuchar la misma historia una y otra vez hasta la extenuación y el aburrimiento y hasta que deja de tener sentido. Nos gusta porque de otra manera el libro no sería un súperventas ni la película hubiese hecho el número tres en la taquilla americana. Nos gusta que nos cuenten el mismo cuento ochocientas veces y eso no es ni bueno ni malo. Es siempre lo mismo.
Lo sabemos todo pero igualmente queremos que nos lo cuenten: queremos saber por qué Jacob (Robert Colmillitos Pattinson) se queda huérfano, cómo llega hasta el circo de los hermanos Benzini y cuándo se enamora de la mujer (Reese Witherspoon) del jefe (Christoph Waltz). El único misterio que nos queda por resolver (en realidad tenemos un 50% de posibilidades de acertar) es si ella le querrá a él y si vivirán juntos happily ever after. Porque lo otro, el cómo nos contarán la historia, también lo sabemos: con un flashback, con voz en off, con un vestuario y una dirección de arte preciosista que nos enseñe la exótica vida de una compañía circense, con una estructura de guión clásico y (hasta podríamos apostar) con música de James Newton Howard.
Nada nos sorprenderá de la tercera película de Francis Lawrence (Soy leyenda, Constantine) porque ya lo sabemos todo antes de verla. Ni siquiera nos molestará la nula química entre los enamorados Pattinson y Witherspoon (ya lo podemos decir: el vampiro no convence a la luz del día) ni echaremos de menos sentirnos emocionados (la repetición, como la rutina, rara vez emociona) y tal vez sólo los más atentos se darán cuenta de una cosa: que lo mejor de la película es, precisamente, lo que no encuentra lugar entre tanta previsibilidad, Christoph Waltz. Su personaje, un domador infalible y maltratador, no sólo le brinda la posibilidad de despolvar las medallas y esvásticas que en su día le regaló Tarantino, sino que le permite brillar en toda su complejidad (otra vez es tan bruto como carismático) y comerse (como si fuese un hombre lobo) a su compañero de reparto.
Nos gusta escuchar la misma historia una y otra vez hasta la extenuación y el aburrimiento y hasta que deja de tener sentido. Nos gusta porque de otra manera el libro no sería un súperventas ni la película hubiese hecho el número tres en la taquilla americana. Nos gusta que nos cuenten el mismo cuento ochocientas veces y eso no es ni bueno ni malo. Es siempre lo mismo.
ANDREA G. BERMEJO en Cinemania
Via TodoTwilightSaga
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