domingo, 29 de mayo de 2011

La Segunda Vida de Bree Tanner: Parte 6


Parte 6

-Es lógico que la idea os aterrorice -dijo Riley a las estatuas-. La razón de que sigáis vivos es que obedecie­rais cuando os dije que había que tener cuidado. Ha­béis vuelto a casa a tiempo, no habéis cometido errores. Habéis permitido que ese temor os haga más listos y cautelosos. No espero que dejéis ahora a un lado ese te­mor inteligente así como así. No espero que salgáis co­rriendo por esa puerta sólo con mi palabra, sino que... -recorrió la estancia una sola vez con la mirada- espero que me sigáis al exterior.
Apartó la vista de su público durante una mínima fracción de segundo para posarse en algo que había so­bre mi cabeza.
-Miradme -nos dijo-, escuchadme, confiad en mí. Cuando veáis que estoy bien, creed lo que veis. El sol de un día como hoy tiene algunos efectos interesantes en nuestra piel. Ya lo veréis. No os hará ningún daño. Yo no haría nada que os expusiese a un peligro innecesa­rio, eso lo sabéis.
Comenzó a subir las escaleras.
-Riley, no podemos esperar un poco... -empezó a decir Kristie.
-Limítate a prestar atención -la interrumpió Riley, que seguía subiendo con parsimonia-. Esto nos propor­ciona una gran ventaja. Los vampiros de los ojos amari­llos saben perfectamente lo del sol de hoy, pero no sa­ben que nosotros también estamos al tanto. -Mientras hablaba, abrió la puerta, salió al sótano y entró en la cocina. No había luz en aquella habitación bien prote­gida, pero todos evitaron acercarse a la puerta abierta. Todos menos yo. Su voz prosiguió y avanzó hacia la puer­ta de la entrada-. A la mayoría de los vampiros jóvenes les cuesta un tiempo asumir esta excepción y es por un buen motivo: los que no se cuidan de la luz del sol no duran mucho.

Noté los ojos de Fred puestos en mí. Le miré. Los te­nía clavados en mí, con urgencia, como si desease lar­garse de allí pero no tuviese adonde.
-Todo va bien -le susurré casi en silencio-. El sol no nos va a hacer daño.
« ¿Confías en él?», simuló decir, moviendo los labios.
Ni de coña.
Fred arqueó una ceja y se relajó apenas un poco.
Me giré a nuestra espalda. ¿Dónde había mirado Ri-ley? No había cambiado nada: unas cuantas fotos de fa­milia, de gente muerta, un espejo pequeño y un reloj de cuco. Mmm. ¿Estaba mirando la hora? Tal vez nuestra creadora le hubiese puesto un límite a él también.
-Vale, chicos, voy a salir -dijo Riley-. Hoy no tenéis por qué tener miedo, os lo prometo.
La luz irrumpió en el sótano a través de la puerta abierta amplificada -como sólo yo sabía- por la piel de Riley. Veía el baile de los reflejos brillantes en la pared.
Entre siseos y gruñidos, mi aquelarre se retiró a la esquina opuesta a la de Fred. Kristie estaba al fondo del todo. Parecía como si estuviese utilizando a su grupo de escudo protector.
-Calmaos todos -nos voceó Riley desde arriba-. Es­toy perfectamente bien: ni dolor ni quemaduras. Venid. ¡Vamos!
Nadie se acercó a la puerta. Fred se había acurruca­do contra la pared, junto a mí, y vigilaba la luz con ojos de pánico. Hice un gesto con la mano para llamar su atención. Levantó la vista y evaluó mi total calma duran­te un segundo. Se puso lentamente en pie. Yo le ofrecí una sonrisa de aliento.
Todos los demás estaban a la espera de que prendie­sen las llamas. Me preguntaba si yo le habría parecido tan tonta a Diego.
-¿Sabéis qué? -dijo Riley desde arriba-. Siento cu­riosidad por ver quién es el más valiente de vosotros. Tengo una idea bastante aproximada de quién va a ser la primera persona que pase por esa puerta, aunque ya me he equivocado otras veces.
Puse los ojos en blanco. Qué sutil, Riley.
Pero funcionó, por supuesto. Centímetro a centí­metro y casi de inmediato, Raoul inició su camino hacia la puerta. Por una vez, Kristie no se apresuró a compe­tir con él por la aprobación de Riley. Raoul le dio una palmada a Kevin, y éste y Spiderman se pusieron en mo­vimiento para acompañarle, a regañadientes.
-Podéis oírme, sabéis que no me he achicharrado. ¡No seáis una panda de críos! Sois vampiros. Compor­taos como tales.
Sin embargo, Raoul y sus colegas no eran capaces de avanzar más allá del pie de las escaleras. Nadie más se movió. Riley volvió transcurridos unos pocos minutos. En la puerta, a la luz indirecta de la entrada, brillaba sólo un poco.
-Miradme. Estoy bien. ¡En serio! Me avergüenzo de vosotros. ¡Ven aquí, Raoul!
Al final, Riley tuvo que enganchar a Kevin -Raoul se apartó en cuanto se dio cuenta de las intenciones de Ri-ley- y lo arrastró a la fuerza escaleras arriba. Vi el mo­mento en que se pusieron al sol, cuando el brillo se hizo más luminoso por sus reflejos.
-Díselo, Kevin -le ordenó Riley.
-¡Raoul, estoy bien! -gritó Kevin desde arriba-. Guau. Tengo todo el cuerpo... brillando. ¡Qué pasada! -se rió.
-Bien hecho, Kevin -dijo Riley bien alto.
Eso funcionó con Raoul. Apretó los dientes y subió a ritmo las escaleras. No se movió con velocidad, pero en­seguida estaba allí arriba, brillando y riendo con Kevin.
Aun después de aquello, el proceso costó más de lo que yo habría imaginado. Seguía siendo cosa de ir uno por uno. Riley se impacientó y hubo más amenazas que ánimos.
Fred me lanzó una mirada que decía: « ¿Sabías tú esto?».
«Sí», moví los labios.
Hizo un gesto de asentimiento y empezó a subir las escaleras. Aún quedaban unos diez vampiros, el grupo de Kristie principalmente, apretados contra la pared. Me fui con Fred, decidí que sería mejor salir a la mitad. Que Riley lo interpretase como le diera la gana.
Pudimos ver a los vampiros que brillaban como bo­las de discoteca en el jardín frontal de la casa y se mira­ban las manos con cara de estar maravillados. Fred salió a la luz sin aminorar el paso, un acto que interpreté como un gesto de valentía, teniéndolo todo en conside­ración. Kristie era un buen ejemplo de lo bien que Riley nos había adoctrinado. Se aferraba a lo que sabía a pe­sar de las pruebas que tenía ante sí.
Fred y yo nos mantuvimos ligeramente al margen del resto. Se examinó detenidamente, luego me obser­vó a mí y a continuación miró a los demás. Me di cuen­ta de que Fred, aunque muy callado, era muy observa­dor y casi científico en el modo en que examinaba las pruebas. Nunca había dejado de evaluar las palabras y los actos de Riley. ¿Hasta dónde había llegado en sus de­ducciones?
Riley tuvo que obligar a Kristie a subir las escaleras, y su grupo la acompañó. Por fin nos encontrábamos to­dos en el exterior, al sol, la mayoría disfrutando de lo guapos que estaban. Riley reunió a todos para una se­sión rápida de entrenamiento; más que nada, pensé, para que todo el mundo se centrara. Les costó un minu­to, pero todos se dieron cuenta de que había llegado la hora, así que permanecieron más silenciosos y feroces. Notaba que la idea de un combate real -de que no sólo se les permitiese, sino que se les animase a descuartizar y quemar- era casi tan emocionante como salir de ca­za. A gente como Raoul, Jen y Sara la idea les resultaba atractiva.
Riley hizo hincapié en una estrategia que había esta­do intentando inculcarles en la cabeza los últimos días: una vez localizásemos al clan de los ojos amarillos, nos dividiríamos en dos grupos y los rodearíamos. Raoul cargaría contra ellos en un ataque frontal mientras que Kristie atacaría por un flanco. El plan cuadraba a la per­fección con el estilo de ambos, aunque yo no tenía muy claro que fueran a ser capaces de seguirlo en el fragor de la caza.
Cuando Riley llamó a todos tras una hora de entre­namiento, Fred empezó de inmediato a caminar de espaldas, hacia el norte; Riley tenía a los demás mirando al sur. Yo me quedé cerca de él, aunque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Fred se detuvo cuando nos hallamos ya a unos cien metros de distancia, a la sombra de los abetos de la linde del bosque. Nadie nos vio ale­jarnos. Fred observaba a Riley, como si quisiera ver si ha­bía reparado en nuestra retirada. Riley comenzó a hablar.
-Nos marchamos ya. Sois fuertes y estáis prepara­dos. Y estáis sedientos, ¿verdad que sí? Podéis sentir cómo os quema. Estáis listos para el postre.
Tenía razón. Toda aquella sangre no había demora­do en absoluto el regreso de la sed. De hecho, aunque no estaba segura, pensé que tal vez pudiera estar vol­viendo más rápido y más fuerte de lo normal. Quizás el exceso de alimentación era en cierto sentido contra­producente.
-El clan de los ojos amarillos avanza despacio desde el sur y se alimenta por el camino, intentando fortale­cerse -dijo Riley-. Ella los ha estado observando, así que sé dónde encontrarlos. Ella se encontrará con nosotros allí, con Diego -lanzó una significativa mirada al lu­gar donde yo acababa de estar, frunció rápidamente el ceño y lo relajó con la misma celeridad-, y los arrasa­remos como un tsunami. Los arrollaremos, y después lo celebraremos. -Sonrió-. Alguien va a ser el primero en celebrarlo. Raoul, dame eso.
Riley extendió la mano con autoridad. Raoul le tiró a regañadientes la bolsa con la camisa. Parecía que Raoul estuviese intentando reclamar para sí la chica a fuerza de acaparar su olor.
-Volved a olería todos. ¡Concentraos!
¿Concentrarnos en la chica? ¿O en la lucha?
El propio Riley fue pasando esta vez la bolsa, prácti­camente como si quisiera asegurarse de que todo el mun­do estaba sediento, y por las reacciones pude ver que, como a mí, a ellos también les había vuelto el ardor. El olor de la camisa provocó malas caras y gruñidos. No era necesario pasarnos el olor de nuevo, no olvidábamos nada, así que aquello no debía de ser, probablemente, más que un test. El simple hecho de pensar en el olor de la chica hacía que se me llenase la boca de ponzoña.
-¿Estáis conmigo? -vociferó Riley. Todo el mundo ex­presó a gritos su acuerdo-. ¡Acabemos con ellos, chicos!
De nuevo como las barracudas, por tierra esta vez.
Fred no se movió, así que me quedé con él aunque sa­bía que estaba desperdiciando un tiempo que iba a nece­sitar. Si quería ir a por Diego y apartarlo de allí antes de que comenzase el combate, necesitaría encontrarme cer­ca de la parte frontal del ataque. Los vigilaba inquieta. Se­guía siendo más joven que la mayoría de ellos, más veloz.
-Riley no será capaz de pensar en mí durante unos veinte minutos más o menos -me dijo Fred en un tono informal y familiar, como si hubiésemos mantenido un millón de conversaciones en el pasado-. He estado cal­culando el tiempo. Si intenta acordarse de mí, se ma­reará, aunque nos separe una buena distancia.
-¿En serio? Eso es genial.
Fred sonrió.
-He estado practicando, registrando los efectos. Aho­ra soy capaz de hacerme invisible por completo. Nadie puede mirarme si yo no quiero que lo haga.
-Ya me he dado cuenta-le contesté, hice una pausa y le pregunté-: ¿Tú no vienes? Fred hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Por supuesto que no. Es obvio que no nos están contando lo que tenemos que saber. Yo no voy a ser un peón de Riley. -Así que Fred lo había descubierto por su cuenta-. Tenía pensado haberme largado antes, pe­ro no quería irme sin haber hablado contigo y, hasta ahora, no hemos tenido oportunidad.
-Yo también quería hablar contigo -le dije-. Pensé que deberías saber que Riley nos ha estado mintiendo acerca del sol. Este rollo de los cuatro días es una com­pleta majadería. Creo que Shelly, Steve y los demás lo descubrieron también. Y en el fondo de esta guerra hay mucha más intriga política de lo que él nos ha contado. Hay más de un grupo de enemigos -lo dije a toda prisa.
Sentía el movimiento del sol con una presión terri­ble, el paso del tiempo. Tenía que llegar hasta Diego.
-No me sorprende -dijo Fred con calma-. Y lo dejo. Me voy a explorar por mi cuenta, a ver mundo. O me iba por mi cuenta, pero entonces pensé que tal vez tú qui­sieras venir también. Conmigo estarías bastante a salvo. Nadie podría seguirnos.
Titubeé un segundo. Resultaba difícil resistirse a la idea de la seguridad en aquel preciso momento.
-Tengo que ir a por Diego -le dije al tiempo que ha­cía un gesto negativo con la cabeza.
Asintió pensativo.
-Lo entiendo. ¿Sabes? Si estás dispuesta a respon­der por él, puedes traerlo contigo. Según parece, hay ve­ces que es útil contar con más gente.
-Sí -admití con fervor al recordar cuan vulnerable me había sentido en aquel árbol, con Diego, conforme avanzaban los cuatro encapuchados.
Arqueó una ceja ante mi tono de voz.
-Riley está mintiendo, al menos, acerca de otra cosa importante -le expliqué-. Ten cuidado. Se supone que no hemos de dejar que los humanos sepan de nosotros. Hay una rara especie de vampiros horribles que se dedi­can a pararle los pies a los aquelarres que actúan de un modo demasiado evidente. Los he visto, y tú no querrías que te encontrasen. Mantente a cubierto durante el día y caza con inteligencia. -Miré al sur con nerviosismo-. ¡Tengo que darme prisa!
El procesaba mis revelaciones con solemnidad.
-Muy bien. Podrás alcanzarme si quieres. Me gustaría que me contaras más. Te esperaré en Vancouver durante un día. Conozco la ciudad. Te dejaré un rastro... -sol­tó una carcajada- en Riley Park. Podrás seguir el rastro hasta mí, pero pasadas veinticuatro horas, me largaré.
-Iré a por Diego y te alcanzaremos.
-Buena suerte, Bree.
-¡Gracias, Fred! Buena suerte a ti también. ¡Nos ve­remos! -dije y empecé a correr.
-Eso espero -le oí decir a mi espalda.
Corrí a toda velocidad tras el rastro de los demás, volé a ras de suelo, más rápido de lo que jamás lo había hecho. La fortuna me sonrió, ya que se habían detenido para hacer algo -para que Riley les gritase, me imaginé-, porque les di alcance antes de lo que debía. O tal vez Ri­ley se había acordado de Fred y se había detenido a bus­carnos. Corrían a un ritmo constante cuando llegué a ellos semidisciplinados igual que la noche previa. In­tenté colarme en el grupo sin llamar la atención, pero vi que Riley volvía la cabeza para ver a los rezagados. Sus ojos apuntaron directamente hacia mí, y empezó a correr más rápido. ¿Habría supuesto que Fred estaba con­migo? Riley jamás volvería a ver a Fred.
No habían pasado ni cinco minutos cuando todo cambió.
Raoul captó el olor.
Salió disparado con un rugido salvaje. Riley nos te­nía tan frenéticos que bastó la más mínima chispa para provocar una explosión. Los que había cerca de Raoul también percibieron el olor y, entonces, todos se pusie­ron como locos. La insistencia de Riley en aquella hu­mana había ensombrecido el resto de instrucciones. Eramos cazadores, no un ejército. No había equipo. Era una carrera por la sangre.
Aun a sabiendas de que aquella historia estaba pla­gada de mentiras, yo no era capaz de resistirme por com­pleto al olor. Corriendo, como iba, al final del grupo, tuve que atravesarlo. Fresco. Intenso. La humana había estado aquí recientemente. Qué dulce era su olor. Me sentía fuerte gracias a toda la sangre que había bebido la noche anterior, pero daba igual. Estaba sedienta. Me quemaba.
Corrí detrás de los demás e intenté mantener la men­te despejada. Eso era todo lo que podía hacer para con­tenerme un poco: quedarme rezagada detrás de los demás. El más cercano a mí era Riley. ¿Estaría él... conte­niéndose también?
Gritaba órdenes, casi siempre lo mismo, se repetía.
-¡Kristie, rodéalos! ¡Vamos, rodéalos! ¡Dividios! ¡Kristie, Jen! ¡Separaos!
Todo su plan de la emboscada en dos flancos se esta­ba autodestruyendo ante nuestros ojos.
Riley aceleró hasta el grupo principal y agarró a Sara por el hombro. Ella le soltó un exabrupto cuando él le propinó un empujón hacia la izquierda. -¡Que os dividáis! -gritó él.
Agarró al chico rubio cuyo nombre jamás averigüé y lo tiró contra Sara, a quien no le hizo feliz, como quedó patente. Kristie perdió la concentración en la caza el tiempo justo para recordar que tenía que moverse estra­tégicamente. Lanzó una feroz mirada tras Raoul y éste comenzó a chillar a su equipo.
-¡Por aquí! ¡Más rápido! ¡Los cogeremos por el flan­co y llegaremos antes a ella! ¡Vamos!
-¡Voy en punta de lanza con Raoul! -le gritó Riley, que se daba la vuelta.
Vacilé, aunque seguía avanzando a la carrera. No deseaba formar parte de ninguna «punta de lanza», pe­ro en el equipo de Kristie ya se estaban revolviendo, los unos contra los otros. Sara tenía al chico rubio sujeto por la cabeza en una llave. El sonido que se produjo cuando le arrancó la cabeza tomó la decisión por mí. Salí a toda prisa detrás de Riley mientras me preguntaba si Sara se detendría a quemar al chico al que le gustaba hacer de Spiderman.
Me acerqué lo justo para ver a Riley por delante y le seguí a cierta distancia hasta que llegó al equipo de Raoul. El olor hacía que me resultase más difícil mante­ner la cabeza puesta en las cosas que importaban.
-¡Raoul! —vociferó Riley. Raoul gruñó sin darse la vuelta. Estaba totalmente sumergido en aquel olor tan dulce-. ¡Tengo que ayudar a Kristie! ¡Nos encontrare­mos allí! ¡Mantén la concentración!
Me detuve en seco, congelada por la incertidumbre.
Raoul siguió adelante sin señal alguna de respuesta a las palabras de Riley, quien redujo su marcha prime­ro a un trote y continuó caminando. Me tenía que haber apartado, pero él seguramente me habría oído al inten­tar esconderme. Se volvió con una sonrisa en el rostro y me vio.
-Bree, pensé que estabas con Kristie... No respondí.
-Me he enterado de que alguien está herido, Kristie me necesita más que Raoul -se apresuró a explicarme. -¿Nos estás... abandonando?
El rostro de Riley cambió. Era como si pudiese ver sus cambios de táctica escritos en sus facciones. Abrió mucho los ojos, de repente inquieto.
-Estoy preocupado, Bree. Os conté que ella venía a encontrarse con nosotros, a ayudarnos, pero no me he cruzado con su rastro. Algo va mal, tengo que encon­trarla.
-Pero no hay modo de que puedas encontrarla an­tes de que Raoul llegue hasta los de los ojos amarillos -señalé.
-Tengo que averiguar qué está pasando. -Parecía realmente desesperado-. La necesito. ¡Se suponía que yo no iba a hacer esto solo!
-Pero los demás...
-¡Bree, tengo que ir a buscarla! ¡Ahora! Sois sufi­cientes para arrasar al clan de los ojos amarillos. Volve­ré tan pronto como pueda.
Qué sincero sonaba. Indecisa, observé el trayecto que habíamos recorrido. A estas alturas, Fred ya estaría a medio camino de Vancouver. Riley ni siquiera me ha­bía preguntado por él. Quizás el talento de Fred aún le hiciese efecto.
-Diego está allá abajo -se apresuró a decir Riley-. Intervendrá en el primer ataque. ¿No has captado su olor allí atrás? ¿No te has acercado lo suficiente?
Absolutamente confundida, hice un gesto negativo con la cabeza.
-¿Diego estaba allí?
-Ahora estará con Raoul. Si te das prisa, puedes ayu­darle a salir vivo.
Nos miramos fijamente el uno al otro durante un in­terminable segundo. A continuación miré al sur, tras la senda de Raoul.
-Buena chica -dijo Riley-. Yo voy a buscarla a ella y volveremos para ayudaros en la limpieza. ¡Ya lo te­néis, chicos! ¡Para cuando llegues podría haber acaba­do todo!
Salió disparado en una dirección perpendicular a nuestra senda original. Apreté los dientes al ver qué se­guro estaba de su dirección. Mentiroso hasta el final.
Pero no pareció que me quedase ninguna otra op­ción. Me dirigí al sur en otra carrera frenética. Tenía que ir a por Diego. Llevármelo a rastras si era necesario. Podíamos alcanzar a Fred. O largarnos por nuestro la­do. Teníamos que huir. Le contaría a Diego cómo había mentido Riley. El vería que Riley no tenía intención de ayudarnos a combatir en una batalla que él mismo ha­bía preparado. No había razón alguna para seguir ayu­dándole.
Encontré el rastro de la humana y después el de Raoul. No percibí el de Diego. ¿Iba demasiado rápido? ¿O era que el olor humano me estaba dominando? La mitad de mi cabeza se sumergía absorta en aquella caza tan extrañamente perjudicial, porque si bien encontraríamos sin duda a la chica, ¿estaríamos en situación de luchar juntos cuando lo hiciésemos? No, nos descuarti­zaríamos los unos a los otros por conseguirla.
Entonces oí que más adelante estallaban los rugi­dos, los gritos y los aullidos y supe que se estaba produ­ciendo un combate y que era tarde para llegar allí antes que Diego. Lo que hice fue correr más rápido. Tal vez aún pudiese salvarle.
Olí el humo que el viento traía hasta mí: el dulce y denso olor de los vampiros al quemarse. El volumen del caos aumentó. Quizás estaba a punto de acabar. ¿Me en­contraría con nuestro aquelarre victorioso y a Diego es­perándome?
Atravesé disparada una densa barrera de humo y me encontré fuera del bosque, en una enorme pradera cubierta de hierba. Salté por encima de una roca y sólo en el instante en que pasé volando sobre ella me di cuen­ta de que se trataba de un torso decapitado.
Mis ojos recorrieron la pradera. Había restos de vampiros por doquier y una inmensa hoguera de la que ascendía un humo de color violeta al cielo soleado. Una vez fuera del banco neblinoso, pude ver unos cuerpos brillantes, deslumbrantes, que se lanzaban y forcejea­ban mientras el sonido del descuartizamiento de los vampiros proseguía sin cesar.
Buscaba una sola cosa: el pelo negro y rizado de Die­go. Sin embargo, ninguno de los que había podido dis­tinguir tenía el pelo tan oscuro. Había un vampiro enor­me con el pelo castaño, pero era demasiado grande, y justo cuando lo distinguí, vi como le arrancaba la cabe­za a

Kevin y la lanzaba al fuego antes de abalanzarse so­bre la espalda de algún otro. ¿Era Jen? Había uno más con el pelo lacio y negro, pero era demasiado pequeño para tratarse de Diego. Se movía tan rápido que ni si­quiera pude distinguir si era un chico o una chica.
Volví a otear con rapidez, con la sensación de hallar­me terriblemente expuesta. Reparé en los rostros. Ha­bía muy pocos vampiros allí, contando incluso a los que habían caído. No vi a nadie del grupo de Kristie. Ya te­nían que haber ardido un montón de vampiros. La ma­yor parte de los que aún quedaban en pie eran descono­cidos. Uno rubio se volvió hacia mí, nuestras miradas se cruzaron y sus ojos despidieron un brillo dorado a la luz del sol íbamos perdiendo. Mal asunto.
Comencé a retroceder hacia los árboles, pero no lo bastante rápido porque seguía buscando a Diego. No estaba allí. No había señal alguna de que hubiera esta­do jamás allí. Ni rastro de su olor, aunque podía distin­guir el de la mayoría de los miembros del equipo de Raoul y el de muchos desconocidos. Me obligué a mirar entre los restos, también. Ninguno de aquellos miem­bros pertenecía a Diego. Habría reconocido hasta un simple dedo.
Me volví y corrí de verdad hacia los árboles con la sú­bita certeza de que la presencia de Diego allí no era más que otra de las mentiras de Riley.
Y si Diego no estaba allí, entonces es que ya estaba muerto. Aquella pieza encajó con tanta facilidad que pensé que debía de saber la verdad hacía tiempo. Des­de el preciso instante en que Diego no entró detrás de Riley por la puerta del sótano. El ya se había ido.
Me había adentrado unos pocos metros entre los ár­boles cuando una fuerza demoledora me golpeó por la espalda y me tiró al suelo. Un brazo se deslizó bajo mi barbilla.
-¡Por favor! -sollocé, y lo que quería decir era «por favor, mátame rápido».
El brazo se mostró indeciso, y no opuse resistencia por mucho que mis instintos me empujasen a morder, desgarrar y descuartizar a mi enemigo. La parte más sensata de mí me decía que eso no iba a funcionar. Ri-ley también nos había mentido acerca de estos vampi­ros débiles y ancianos, y nosotros jamás tuvimos una oportunidad. Y aunque hubiera tenido opciones de vencer a éste, tampoco habría sido capaz de moverme. Diego se había ido, y aquel hecho cegador había asesi­nado mi capacidad de lucha.
De repente volaba por los aires. Me estrellé contra un árbol y caí al suelo. Tenía que haber intentado huir, pero Diego había muerto. No podía evadirme de aquello.
El vampiro rubio del claro no me quitaba ojo de en­cima, con el cuerpo listo para saltar. Parecía muy capa­citado, con una experiencia muy superior a la de Riley. Pero no arremetía contra mí. No era alguien enloque­cido como Raoul o Kristie. Se encontraba totalmente bajo control.
-Por favor -volví a decir con el deseo de que acaba­se de una vez con aquello-. No quiero luchar.
Aunque permanecía en guardia, su rostro cambió. Me miró de una forma que yo no terminaba de com­prender. Había una gran conciencia en aquel semblan­te, y algo más. ¿Empatía? Pena, al menos.
-Yo tampoco, niña -dijo en un tono de voz tranqui­lo y amable-. Sólo nos estamos defendiendo.
Haba tanta honestidad en aquellos extraños ojo amarillos, que me pregunté cómo había podido creer jamás los cuentos de Riley. Me sentí... culpable. Tal vez este aquelarre jamás hubiese planeado atacarnos en Seattle. ¿Cómo podía fiarme de nada de lo que me ha­bían contado?
-No lo sabíamos -me expliqué, hasta cierto punto avergonzada-. Riley mintió. Lo siento.
Se quedó escuchando por un instante, y me percaté de que el campo de batalla estaba en silencio. El comba­te había terminado.
De haberme quedado alguna duda acerca de quién era el vencedor, ésta se habría disipado cuando, un se­gundo después, una mujer vampiro con el pelo castaño y ondulado y los ojos amarillos se apresuró a llegar jun­to a él.
-¿Carlisle? -preguntó con voz confundida y la mira­da fija en mí.
-No quiere luchar -le dijo a la mujer.
Ella le tocó el brazo. Se encontraba aún en tensión, listo para abalanzarse.
-Parece aterrorizada, Carlisle. ¿No podríamos no­sotros...?
El rubio, Carlisle, le devolvió la mirada y entonces se irguió un poco, aunque yo aún le veía cauteloso.
-No tenemos ningún deseo de hacerte daño -me dijo la mujer. Su voz era suave, tranquilizadora-. No queríamos luchar con ninguno de vosotros.
-Lo siento -susurré otra vez.
No era capaz de hallarle un sentido al barullo que tenía en la cabeza. Diego había muerto, y eso era lo principal, algo devastador. Más allá de eso, el combate había concluido, mi aquelarre había sido derrotado y
mis enemigos eran los vencedores. Pero mi extermina­do aquelarre estaba lleno de gente a quien le habría en­cantado ver como ardía, y mis enemigos me hablaban con amabilidad cuando no tenían por qué hacerlo. Más aún, me sentía más segura con estos dos extraños de lo que jamás me había sentido con Raoul y con Kristie. Me proporcionaba alivio saber que estaban muertos. Qué confuso era todo.
-Niña -dijo Carlisle-, ¿te rendirías a nosotros? Si no intentas hacernos daño, te prometemos que nosotros tampoco te lo haremos a ti.
Y   yo le creía.
-Sí -susurré-. Sí, me rindo. No quiero herir a nadie.
Extendió su mano de un modo alentador.
-Ven, pequeña. Reagruparemos a nuestra familia en un momento, y luego te haremos algunas pregun­tas. Si respondes con honestidad, no tendrás nada que temer.
Me puse en pie lentamente, sin hacer ningún movi­miento que se pudiera considerar amenazador. -¿Carlisle? -llamó una voz masculina.
Y  entonces se unió a nosotros otro vampiro con los ojos amarillos. En cuanto lo vi, se desvaneció cualquier tipo de seguridad que había sentido con aquellos ex­traños.
Era rubio, como el primero, pero más alto y delga­do. Tenía la piel totalmente cubierta de cicatrices, me­nos espaciadas en la zona del cuello y de la mandíbula. Algunas de las marcas pequeñas que tenía en el brazo eran recientes, pero el resto no eran de la refriega de hoy. Había estado en más combates de los que me podía imaginar, y nunca había perdido. Sus ojos color miel refulgieron y su postura rezumó la violencia apenas con­tenida de un león furioso.
En cuanto me vio, se encorvó para saltar.
-Jasper! -le advirtió Carlisle.
Jasper se irguió un tanto y clavó en Carlisle sus ojos exageradamente abiertos.
-¿Qué está pasando aquí?
-No quiere luchar, se ha rendido.
El vampiro de las cicatrices frunció el ceño, y sentí una repentina e inesperada ola de frustración a pesar de no tener ni idea de qué era lo que me frustraba.
-Carlisle, yo... -vaciló Jasper, y prosiguió-: Lo sien­to, pero eso no es posible. No podemos permitir que los Vulturis nos relacionen con ninguno de estos neófitos cuando lleguen. ¿Te das cuenta del riesgo que eso su­pondría para nosotros?
No comprendía con exactitud aquellas palabras, pe­ro capté lo suficiente. Quería matarme.
-Jasper, es sólo una niña -protestó la mujer-. ¡No podemos matarla a sangre fría, sin más!
Resultaba extraño oírla hablar como si ambas fuéra­mos humanas, como si el asesinato fuese algo malo, al­go evitable.
-Esme, lo que está en peligro aquí es nuestra fami­lia. No podemos permitirnos el lujo de hacerles pensar que hemos roto esta norma.
La mujer, Esme, caminó hasta situarse entre el que quería matarme y yo. De un modo inaudito, me dio la espalda.
-No. No lo consentiré.
Carlisle me lanzó una mirada inquieta. Noté que aquella mujer le importaba muchísimo. Yo habría mirado igual a cualquiera que se hallase a la espalda de Die­go. Intenté mostrarme tan dócil como me sentía.
-Jasper, creo que tenemos que arriesgarnos -dijo Carlisle con lentitud-. Nosotros no somos los Vulturis. Seguimos sus normas, pero no disponemos de las vidas de los demás a la ligera. Nos explicaremos.
-Podrían pensar que hemos creado nuestros pro­pios neófitos para defendernos.
-Pero no lo hemos hecho. Y aun así, de haberlo he­cho, aquí no se ha producido ninguna indiscreción, só­lo en Seattle. No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los controles.
-Es demasiado peligroso.
Carlisle tocó a Jasper en el hombro para tantearle.
-Jasper, no podemos matar a esta niña.
Jasper le puso mala cara al hombre de la mirada amable y, de repente, sentí que me enfadaba. El no iba a hacer daño al vampiro agradable ni a la mujer que amaba, sin duda. Suspiró, y supe que todo iba bien. Mi ira se esfumó.
-Esto no me gusta -dijo, pero ya estaba más calma­do-. Dejad al menos que yo me haga cargo de ella. Vo­sotros dos no sabéis cómo manejar a alguien que ha es­tado tanto tiempo fuera de control.
-Por supuesto, Jasper -concedió la mujer-. Pero sé amable.
Jasper puso los ojos en blanco.
-Tenemos que unirnos a los demás. Alice ha dicho que no disponemos de mucho tiempo.
Carlisle asintió, le ofreció su mano a Esme, se diri­gieron de vuelta al claro y dejaron atrás a Jasper.
-Eh, tú -me dijo Jasper, de nuevo con acritud-. Ven con nosotros. No hagas un movimiento en falso o acabo contigo.
Volví a sentir ira cuando me fulminó con la mirada, y una pequeña parte de mí quiso rugirle y enseñarle los dientes, pero me dio la sensación de que ésa era justo la excusa que él estaba buscando.
Jasper se detuvo, como si se le acabase de ocurrir algo.
-Cierra los ojos -me ordenó. Yo vacilé. ¿Había deci­dido matarme después de todo?-. ¡Hazlo!
Apreté los dientes y cerré los ojos. Me sentí el doble de indefensa que antes.
-Sigue el sonido de mi voz y no abras los ojos. Ábrelos y estás perdida, ¿lo pillas?
Asentí y me pregunté qué sería lo que no quería que viese. Sentí un cierto alivio de que se preocupase por proteger un secreto. No había razón para hacerlo si es que pretendía matarme sin más.
-Por aquí.
Fui caminando lentamente detrás de él, con cuida­do de no proporcionarle excusas. Fue considerado en la forma en que me guió; al menos no hizo que me die­ra contra un árbol. Percibí como cambió el sonido cuan­do salimos a cielo abierto; la sensación del viento era también distinta, y el olor de mi aquelarre ardiendo era más intenso. Podía sentir el calor del sol en la cara, y el interior de mis párpados se volvió más luminoso cuando empecé a brillar.
Me condujo cada vez más cerca del amortiguado crepitar de las llamas, tan cerca que pude sentir como el humo acariciaba mi piel. Era consciente de que me po­día haber matado en cualquier momento, pero la pro­ximidad del fuego seguía poniéndome nerviosa. 
-Siéntate aquí. Los ojos cerrados.
El suelo estaba templado por el sol y el fuego. Me quedé muy quieta e intenté concentrarme en parecer inofensiva, pero sentía su fulminante mirada sobre mí y eso me inquietaba. Aunque no odiaba a aquellos vampi­ros -de verdad creía que se estaban defendiendo-, sen­tí unos extrañísimos indicios de ira, prácticamente fue­ra de mí, como si se tratase de algún eco remanente del combate que acababa de tener lugar.
No obstante, la ira no hizo que me volviese estúpi­da, porque estaba demasiado triste, afligida en lo más hondo de mi ser. Diego estaba siempre en mis pensa­mientos, y no podía dejar de darle vueltas a cómo ha­bría muerto.
Tenía la certeza de que era imposible que Diego le hubiera contado a Riley de forma voluntaria nuestros secretos: unos secretos que me habían dado motivos para confiar en Riley lo justo hasta que ya fue demasia­do tarde. Volví a ver el rostro de Riley en mi imagina­ción, aquella expresión fría, suave, que había adoptado cuando nos amenazó con castigar a aquel que no se com­portase. Volví a oír su macabra y curiosamente deta­llada descripción: «Cuando os lleve ante ella y os sujete mientras os arranca las piernas y después, despacio, muy despacio, os quema los dedos de las manos, las ore­jas, los labios, la lengua y cualquier otro apéndice su­perficial uno por uno».
Ahora me daba cuenta de que había estado escu­chando la descripción de la muerte de Diego.
Aquella noche había tenido la certeza de que algo había cambiado en Riley. Matar a Diego fue lo que cam­bió a Riley, lo endureció. Sólo me creía una de las cosas que Riley me hubo contado jamás: él valoraba a Diego mucho más que a ninguno de nosotros. Incluso le apre­ciaba. Y aun así presenció cómo nuestra creadora le tor­turaba. Riley sin duda había colaborado, había matado a Diego con ella.
Me pregunté cuánto dolor sería necesario para lo­grar que yo traicionase a Diego. Me imagine que haría falta mucho. Y tuve la seguridad de que había hecho fal­ta la misma cantidad, como mínimo, para lograr que Diego me traicionase a mí.
Sentí náuseas. Deseaba cuanto antes quitarme de la cabeza la imagen de Diego agonizando entre gritos, pe­ro no desaparecía.
Y entonces se produjo un griterío en el claro.
Mis párpados titubearon, pero Jasper me gruñó fu­rioso, y los apreté de golpe. No había visto nada excep­to el denso humo de color azul lavanda.
Oí gritos y un aullido extraño, salvaje. Sonó muy al­to, y a continuación muchos más. No fui capaz de ima­ginar cómo había de contorsionarse un rostro para ge­nerar tal ruido, y el desconocimiento convertía el sonido en algo más aterrador si cabe. Aquel clan de los ojos amarillos era muy diferente de todos nosotros. O de mí, supongo, ya que era la única que quedaba. A estas altu­ras, ya hacía rato que Riley y nuestra creadora habían echado a volar.
Oí como llamaban a gritos a algunos nombres: Ja­cob, Leah, Sam. Había una gran cantidad de voces distin­tas, a pesar de que los aullidos proseguían. Estaba claro que Riley también nos había mentido acerca del núme­ro de vampiros que había allí.
El sonido de los aullidos fue disminuyendo hasta convertirse en sólo una voz, un alarido inhumano y agó­nico que me hacía apretar los dientes. Pude ver con cla­ridad el rostro de Diego en mi imaginación, y el sonido era como si él gritase.
Oí la voz de Carlisle que hablaba por encima de las demás voces y del aullido. Rogaba que le dejasen ver algo.
-Por favor, dejadme echar un vistazo. Dejadme ayu­daros, por favor.
No oí que nadie discutiese con él, pero por alguna razón, el tono de su voz daba a entender que tenía las de perder en la disputa.
Y entonces el alarido alcanzó una nueva cota de es­tridencia, y Carlisle dijo un repentino «gracias» en un tono cargado de sentimiento. Bajo el alarido se oía mu­cho movimiento, el de muchos cuerpos. Muchos pasos corpulentos que se acercaban.
Escuché con mayor atención y oí algo inesperado e imposible. Junto con una respiración muy profunda -y en mi aquelarre nunca había oído a nadie respirar así-, el sonido de docenas de martilleos pronunciados. Ca­si como... los latidos de un corazón; aunque no un co­razón humano, sin duda. Conocía muy bien ese sonido en particular. Me esforcé en olisquear, pero el viento so­plaba en la dirección opuesta, y sólo pude oler el humo.
Sin el previo aviso de ningún sonido, algo me tocó y me presionó con fuerza a ambos lados de la cabeza.
Abrí los ojos presa del pánico al tiempo que sacudí la cabeza hacia arriba en un intento por zafarme de la sujeción, y de inmediato me encontré con la mirada de advertencia de Jasper, a cinco centímetros de mi cara.
-Basta -me dijo con brusquedad y de un empujón me volvió a sentar en el suelo. Sólo podía oírle a él y me di cuenta de que eran sus manos las que me estaban presionando con fuerza la cabeza, me tapaban los oídos por completo—. Cierra los ojos -me volvió a ordenar, probablemente a un volumen normal, pero para mí no fue más que un susurro.
Me esforcé en calmarme y en volver a cerrar los ojos. Había cosas que no querían que oyese, tampoco. Podía vivir con eso, si es que significaba que podría vivir.
Por un instante se me apareció el rostro de Fred contra mis párpados. Dijo que iba a esperarme un día. Me preguntaba si mantendría su palabra. Ojalá hubiera podido contarle la verdad sobre el clan de los ojos ama­rillos y cuánto más parecía haber allí que nosotros des­conocíamos. Todo un mundo del que nada sabíamos, en realidad.
Qué interesante sería explorar ese mundo, en parti­cular con alguien que me podía hacer invisible y poner­me a salvo.
Pero Diego se había ido, no vendría conmigo a bus­car a Fred. Eso hacía que imaginarme el futuro me re­sultase casi repugnante.
Aún podía oír algo de lo que estaba pasando, pero sólo los aullidos y unas pocas voces. Fueran lo que fuesen aquellos martilleos extraños, estaban ahora demasiado amortiguados como para que los pudiese examinar.
D� }Cy e 0�� �U� ze:10.0pt;font-family:"Palatino Linotype","serif";mso-fareast-font-family: "Arial Unicode MS";mso-bidi-font-family:"Arial Unicode MS"'>Bueno, quizá Fred lo hubiese captado. El también fruncía el ceño.

-Y la última cosa -dijo Riley. Por primera vez había en su voz un tono reticente-. Es probable que esto os re­sulte aún más difícil de aceptar, así que os lo mostraré. No os voy a pedir que hagáis nada que no vaya a hacer yo. Recordadlo: yo recorro con vosotros cada paso del camino. -Los vampiros se volvieron a quedar muy quie­tos. Vi que Raoul tenía de nuevo la bolsa de plástico y la agarraba de un modo posesivo-. Aún os quedan mu­chas cosas por aprender acerca de ser un vampiro -pro­siguió Riley-. Algunas tienen más sentido que otras, y ésta es una de esas que no suenan muy bien al princi­pio; pero yo mismo he pasado por ello y os lo voy a mos­trar. -Se quedó pensando durante un segundo-. Cuatro veces al año, el sol brilla en un ángulo indirecto determi­nado y, durante ese único día, cuatro veces al año, es se­guro... para nosotros quedar expuestos al sol. -Se detu­vo hasta el más leve de los movimientos. No se oía una sola respiración. Riley se estaba dirigiendo a un mon­tón de estatuas-. Uno de esos días especiales está empe­zando ahora. El sol que está saliendo hoy no nos hará daño a ninguno de nosotros, y vamos a utilizar esta cu­riosa excepción para sorprender a nuestros enemigos.
Mis pensamientos daban vueltas, patas arriba. De manera que Riley sabía que era seguro ponernos al sol; o no lo sabía, y nuestra creadora le había contado esta historia de los cuatro días. O... aquello era verdad, y Diego y yo habíamos tenido la suerte de encontrarnos en uno de esos días, excepto por el hecho de que Diego ya había salido antes a la sombra. Y Riley estaba convir­tiéndolo en una especie de solsticio estacional, mien­tras que Diego y yo habíamos estado tan panchos al sol hacía apenas cuatro días.
Podía entender que Riley y nuestra creadora pre­tendiesen controlarnos con el temor al sol. Tenía senti­do. Pero ¿por qué contar ahora la verdad de un modo tan parcial?
Apostaría a que tenía algo que ver con los aterra­dores encapuchados. Ella probablemente quería ganar tiempo antes de su fecha tope. Los encapuchados no ha­bían prometido dejarla vivir cuando matásemos a todos los vampiros de los ojos amarillos. Supuse que ella de­saparecería en el preciso instante en que cumpliese su objetivo aquí: matar al clan de los ojos amarillos y tomar­se unas largas vacaciones en Australia o en cualquier lu­gar en el otro extremo del mundo. Y me daba en la nariz que no iba a enviarnos invitaciones con nuestro nombre grabado. Tendría que encontrar a Diego rápido para po­der largarnos también, pero en la dirección opuesta de Riley y nuestra creadora. Y debía contárselo a Fred. Deci­dí hacerlo en cuanto estuviésemos un momento a solas.
Cuánta manipulación había en aquel discursito, y yo ni siquiera tenía la certeza de estar detectándola to­da. Ojalá Diego estuviese aquí y pudiésemos analizar­lo juntos.
De estar Riley realmente inventándose sobre la mar­cha este rollo de los cuatro días, yo me creía capaz de entender el porqué. No podía plantarse allí y decirnos:
«Oye, que os he estado mintiendo toda vuestra vida, pe­ro ahora os estoy diciendo la verdad». El quería que hoy le siguiéramos a la batalla, no podía socavar la poca o la mucha confianza que se hubiese ganado.

No hay comentarios:

Blog Widget by LinkWithin